La caída de la Unión Soviética en 1991 y luego el shock del 11 de septiembre de 2001 marcaron el fin de un largo período de la historia internacional llamado “equilibrio de potencias”. Desde ese momento, el planeta está atravesando una fase de ruptura geoestratégica. El modelo de la “seguridad nacional”, aun cuando siga vigente en la mayoría de los países, va dejando lugar a una emergente conciencia colectiva que va más allá de ese estrecho marco.
Algunos, y nosotros entre ellos, consideran que el futuro de la arquitectura mundial pasa por la implementación de un sistema de gobernanza mundial. Ahora bien, la ecuación se complica notablemente hoy en día: mientras que antes se trataba esencialmente de regular y de limitar el poder individual de los Estados para evitar los desequilibrios y la ruptura del statu quo, de ahora en más es imprescindible influir de manera colectiva sobre el destino del mundo, instaurando un sistema de regulación para las múltiples interacciones que superan el accionar de los Estados. La relativa homogeneización política del planeta debido a la instauración de la democracia llamada liberal (conjugada de muy diversas formas) parecería facilitar la implementación de un sistema de gobernanza mundial que pudiese ir más allá del laissez-faire del mercado, propulsado por los liberales, y de la paz democrática, sellada como un principio por Immanuel Kant y que constituye una especie de laissez-faire geopolítico.
Unos de los problemas principales de paso del siglo XVIII al XIX fue el de la potencia y el equilibrio. A partir del siglo XIX, el nacionalismo surge como motor de las relaciones internacionales y, combinado con las ideologías revolucionarias o reaccionarias, provoca las guerras en cadena y los genocidios. En el mismo siglo XIX, la libertad aparece como superestructura filosófica, alimentando al mismo tiempo la ideología revolucionaria y el desarrollo de la democracia que, con distinta suerte, se expresarán en el siglo XX. El siglo XXI no se perfila como el siglo de la religión (aun cuando ésta haya avanzado como fuerza política), siguiendo la famosa profecía de André Malraux, sino más bien como el de la igualdad. Al menos el de la igualdad en derecho, tanto de los Estados como de los pueblos. Dicha igualdad constituye, junto a la libertad, el segundo pilar filosófico heredado del siglo de la Luces. Dado que la igualdad económica es difícil de implementar aún, el tercer pilar heredado de aquella época, a saber la fraternidad, sigue y seguirá siendo probablemente una utopía por un buen lapso de tiempo más.
La voluntad de igualdad y la ideología “igualitarista” que a veces la acompaña, trastocan la situación geopolítica puesto que los “poderosos” son quienes determinan el destino colectivo del mundo y, al mismo tiempo, cuestionan la mundialización. En efecto, la mundialización redistribuye las cartas de manera fuertemente desigual, en un planeta en el cual el crecimiento económico ocupa ahora el papel que antes tuviera la potencia política, es decir el de ser el objetivo principal que todos los gobernantes quieren alcanzar. ¿Cómo conciliar ese deseo legítimo de igualdad con una realidad que a menudo lo frustra desde un principio? Este es uno de los interrogantes que algún día, tarde o temprano, habrá que responder.