Quiérase o no, el futuro de la gobernanza mundial pasa obligatoriamente por una profunda reconfiguración de las modalidades que rigen las relaciones entre los primeros actores del gran escenario político: los Estados. Esta constatación podría parecer paradójica, puesto que el “Estado” se caracteriza en primer lugar por sus límites, sus negaciones, sus malos hábitos y su falta de habilidad para abordar el problema de la mundialización. Todos coinciden en hablar, por ejemplo, de una inevitable erosión del Estado considerando que, a largo plazo, el mismo está condenado a desaparecer. No es ésta una idea muy novedosa, puesto que el mismo Marx avanzaba esa hipótesis ya en el siglo XIX. Pero aun cuando otros actores más o menos legítimos hayan ido ocupando un lugar cada vez mayor sobre el escenario mundial, en virtud del deshielo de la posguerra fría y de la revolución de las comunicaciones, éstos juegan, en el mejor de los casos, un papel secundario –incluyendo a la ONU y a las grandes multinacionales- en lo que hace a la conducción de los grandes asuntos de este mundo. El Estado será central en la implementación -si tal implementación ocurre- de una nueva arquitectura de la gobernanza mundial.
Al igual que en la historia del huevo y la gallina, es difícil concebir si la reforma -necesaria- del Estado es la que generará esa nueva arquitectura o si, en sentido inverso, esa construcción es la que provocará la reforma del primero. Apostemos a que esta doble transformación tenga lugar simultáneamente, dado que una nueva arquitectura es imposible sin reforma del modelo estatal y que una reforma del modelo estatal sólo puede ser provocada a fin de cuentas por la presión de las placas tectónicas de la geopolítica (y la geoeconomía) planetaria.
Para seguir avanzando será necesario sentar ciertas bases y abandonar asimismo algunos prejuicios. Empecemos por estos últimos. Hasta ahora, la arquitectura de las relaciones internacionales se definió a partir de tres modelos: el del Imperio, el del equilibrio y el de la seguridad colectiva. Estos tres modelos son los que dominan hasta la actualidad los debates políticos, incluso cuando se les dé otros nombres (modelo hegemónico, política unilateral o multilateral, por ejemplo). Ahora bien, se trata de modelos que fueron constituidos para encuadrar la potencia de los Estados, en un entorno en el que el objetivo de cada uno era, al mismo tiempo, preservar su seguridad y, según los casos, aumentar su territorio, su poder o su influencia (las diversas clasificaciones -peso económico o militar, por ejemplo- que encontramos regularmente en los periódicos dan muestras de esta actitud de competencia agresiva entre los países).
Pero sucede que, de ahora en más, ni el territorio ni el poderío bruto siquiera resultan finalmente puntos importantes para la gran mayoría de los Estados. El deseo de influenciar sigue estando, pero ya no está necesariamente asociado a consideraciones de prestigio o de seguridad nacional. Globalmente, y con notables excepciones, el Estado se ha vuelto una herramienta al servicio de los pueblos y no ya al servicio de la nación, distinción histórica cuyas consecuencias son fundamentales. Por haber confundido eso la administración Bush, retomando el ejemplo más elocuente de la década, se embarcó en una de las aventuras más desastrosas de los últimos cincuenta años, superando incluso el caso paradigmático del conflicto de Vietnam.
La característica primordial del concepto de gobernanza mundial reside en poder proyectarse más allá de la idea de gestión de la potencia que ocupaba el centro de las relaciones internacionales. Queda por averiguar por qué, en un contexto en el cual los países ricos están en una situación favorable, buscarían o propiciarían un sistema de gobernanza mundial que pudiera modificar el statu quo. La sencilla respuesta a esta pregunta postula el gran retorno de la ética a las decisiones políticas y la conciencia de que nos une un destino planetario, cuya preocupación central sería la preservación de nuestro medioambiente más que la elaboración y difusión de un modelo político, económico, social y cultural de vocación universal (Estados Unidos y Francia luego de 1776 y 1789). Ese cambio de actitud, en contraste con el laissez-faire económico característico de la mundialización, constituye el medio para que lo “político” recupere la mano que ha perdido frente a lo “económico”.
Globalmente, el Estado que sirve al pueblo es democrático por definición. Cierto es que los Estados Unidos constituyen un modelo de democracia cuyo balance es más que dudoso en ese campo actualmente, pero la capacidad democrática de un país se mide a mediano y largo plazo, y no sobre los pocos años que dura un mandato electoral. La democracia se encuentra entonces en el “corazón” mismo de la gobernanza mundial, retomando los términos de Rousseau, Kant o Woodrow Wilson, entre otros.