Los sistemas de pensamiento y las instituciones evolucionan más lentamente que las realidades económicas, sociales y culturales. La implicación de los actores no estatales, empresas, iglesias, asociaciones, fundaciones, en las regulaciones mundiales se deriva también de la diacronía entre evolución de las ideas e instituciones por un lado y evolución de las realidades económicas, culturales, sociales y ecológicas por otro. Nuestros sistemas de pensamiento, particularmente en lo que respecta a la política y la economía, siguen estando impregnados por categorías mentales y debates forjados a lo largo de los siglos, a menudo muy alejados de los desafíos efectivos de las sociedades del siglo XXI. En cuanto a las instituciones, tal como lo hemos visto, siguen estando -al menos en los papeles-, tal como fueron concebidas entre los siglos XVII y XIX. El resultado concreto es que la humanidad tiene que afrontar interdependencias de una nueva índole, entre las sociedades mismas y con la biosfera, pero trata esas interdependencias con marcos mentales e institucionales inadecuados para los nuevos desafíos. Eso es lo que plantea actualmente un desafío histórico para los actores no estatales, desafío para el cual están muy poco preparados desafortunadamente. Aun siendo más flexibles, en principio, que los modelos mentales e institucionales de los Estados, ¿sabrán llevar adelante mutaciones lo suficientemente rápidas como para ponerse a la altura de los desafíos?
La cuestión histórica central radica en tener que manejar las interdependencias mundiales sin que exista por ello una comunidad política. En esa brecha que queda abierta es donde pueden precipitarse los conflictos, los saqueos de materias primas, donde algunos países dotados de importantes reservas petroleras pueden aprovechar el poder que eso les confiere, donde puede haber dumping, banderas de conveniencia, paraísos fiscales, mafias y terrorismo internacional y tráficos de todo tipo. La prioridad de los actores no estatales debería ser, dadas estas condiciones, contribuir al surgimiento de la conciencia de una comunidad mundial de destino, pues ésta es la condición previa para todo lo demás. Luego, su papel consiste en poner de manifiesto los puntos más importantes de la agenda de nuestras sociedades, en el sentido etimológico del término, las cosas que hay que hacer sin falta, y proponer modos de acción que estén a la altura de lo que está en juego. Difícil sería no reconocer que, exceptuando unos pocos casos, todavía estamos lejos de que eso ocurra.
Tomemos el caso de las empresas. Jurídicamente sólo son asociaciones de accionistas, es decir de propietarios. Los directivos teóricamente sólo tienen que rendir cuentas ante esos propietarios. La ética personal de los directivos, de los empleados y de los accionistas, la preocupación por dar un sentido a la empresa, necesario hasta para su eficacia, los riesgos de perder imagen que corre la empresa en virtud de las redes no gubernamentales que controlan ese tipo de faltas pueden, innegablemente, llevar a que una parte de entre ellas adopte un procedimiento de responsabilidad social y ambiental. Pero si miramos más de cerca, bajo la doble presión de la competencia internacional y del “valor de accionista”, los tres aspectos puestos al mismo nivel en el discurso (eficacia económica, responsabilidad social y responsabilidad ambiental) se parecen a la vieja receta del paté de alondras, como se dice en Francia: una alondra, un caballo, una alondra, un caballo, vale decir una falsa equivalencia de 50 y 50. Queda claro que la responsabilidad social y ambiental juega aquí el papel de las alondras.
Ésta es sólo una de las variantes de lo que ocurre más generalmente para el desarrollo sustentable. Este término es, en su origen, un oxímoron: al asociar dos palabras contradictorias, desarrollo y sustentable, se cree que el problema está lógicamente resuelto. En la práctica, entre la necesidad de garantizar la cohesión social mediante un crecimiento indefinido y la necesidad de transformar profundamente el modelo de desarrollo y de funcionamiento de las sociedades para salvaguardar la biosfera, el primer término es, por lejos, quien lleva la delantera, tanto a nivel nacional como a nivel internacional.
Observemos ahora el universo de las fundaciones. Está esencialmente inspirado de la tradición griega del evergetismo, de la tradición protestante de lo que se debe a la sociedad o de la tradición budista del deber de –una vez lograda la tarea- abocarse a lo esencial, es decir a lo espiritual. Algunas fundaciones están ampliamente comprometidas con lo internacional, unas muy grandes como la fundación Ford o la fundación Rockefeller, otras más pequeñas como la nuestra, la fundación Charles Léopold Mayer para el progreso del Hombre, pero el árbol no debe ocultar el bosque. El universo de las fundaciones es antes que nada un mundo de acciones locales y de “nichos” de bien público. Esto no es ilegítimo en sí, dado que la idea es devolver a la comunidad que permitió la prosperidad, todo o parte de los beneficios de dicha prosperidad. Pero la preocupación por la eficacia, a menudo superficial, conduce a la mayoría de las fundaciones a ocupar un segmento de mercado reducido en el campo de la filantropía, lo cual no las prepara en absoluto para afrontar los grandes desafíos del mundo contemporáneo. No obstante ello, las fundaciones norteamericanas, según el informe 2006 de la Foundation Center, han aumentado significativamente la parte de sus fondos destinados a los programas extranjeros, por un total de 4.200 millones de dólares, de los cuales el 22% se destina a beneficiarios no estadounidenses. ¿Son por ello más innovadoras y eficientes que la acción pública? ¿La generosidad privada sería, por naturaleza, más noble que la redistribución por el impuesto? Esto es lo que, a menudo, las fundaciones quieren que reconozcamos. Pero no es nada seguro que así sea. Las fundaciones se presentan con frecuencia a sí mismas como los actores de la innovación social. Los estudios muestran que esto ocurre raras veces, pues son pocas las fundaciones que reflexionan sobre su gobernanza. En cuanto a la yuxtaposición de las acciones separadas de las fundaciones, es muy poco favorable a la construcción coherente del bien público.
Por último, en lo que respecta a las organizaciones no gubernamentales, al igual que las fundaciones están casi exclusivamente comprometidas con la acción local o nacional. Sólo aparecen en el escenario internacional las grandes organizaciones que tienen, de entrada, una vocación mundial en el terreno de la solidaridad, de los derechos humanos o del medioambiente, ésas que todo el mundo conoce como Oxfam, Greenpeace, Amnesty International, Handicap International, Cáritas, etc. Su vocación suele ser muy precisa y su modo de acción, cuando se trata de las regulaciones internacionales, es más el del lobbying que el de la concepción de un nuevo orden mundial. La ventaja de este mundo no gubernamental sigue siendo sin embargo decisiva. Así pues, vemos aparecer dentro del universo de las fundaciones a aquéllas que están ligadas a la revolución informática, por ejemplo la fundación Bill Gates o la fundación Hewlett Packard y aquéllas de los grandes países emergentes, la India y la China en particular, que a menudo siguen todavía sobre el modelo de las antiguas grandes fundaciones pero que, probablemente, bajo la presión de la magnitud de los desafíos de su propio país de origen, puedan adoptar una postura original en el plano internacional.