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Dossiers and Documents : Discussion Papers : Non-state Actors and World Governance

Non-state Actors and World Governance

Para entender y desarrollar mejor el papel de los actores no estatales hay que analizarlo desde la perspectiva de los principios generales de gobernanza.
Una legitimidad fundada sobre los objetivos, los valores y los métodos

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Non-state Actors and World Governance

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Pierre Calame ¤ 2 June 2008 ¤
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A menudo se plantea la cuestión de la legitimidad de las intervenciones no gubernamentales en el campo de la gobernanza, refiriéndose implícitamente a la tesis según la cual las regulaciones serían, por esencia, de naturaleza pública. He dicho anteriormente que una problemática de esa índole era simplista. No por ello pueden dejarse de lado algunas cuestiones de las que plantea, y que se refieren esencialmente al campo económico: ¿en nombre de quién las grandes empresas reagrupadas en el World Business Council and Sustainable Development (WBCSD) pueden proclamarse poseedoras del bien común mundial, so pretexto de que son grandes e internacionales? ¿en nombre de quién las empresas pueden decidir evoluciones tecnológicas favorables a la humanidad, en virtud de que poseen los medios técnicos para desarrollarlas y financieros para bombardear a la opinión pública con mensajes pagados en millones de dólares para convencer a todos de que esas innovaciones son buenas, como ocurrió con el caso de las plantas genéticamente modificadas?

Para no caer en el dogmatismo ni en la ingenuidad, hay que partir de los principios generales de gobernanza y examinar la forma en que dichos principios se aplican al accionar de los actores no estatales y a las cooperaciones entre ellos y con los actores públicos.

Una legitimidad fundada sobre los objetivos, los valores y los métodos

La teoría clásica de la gobernanza confunde legitimidad y legalidad. En el ámbito internacional, esto remite a la combinación de dos factores: la ideología de la democracia y el principio de soberanía.

¿Qué es la legitimidad? El sentimiento de los pueblos de que la sociedad está manejada según reglas admitidas y comprendidas por todos, que la autoridad es asumida por dirigentes competentes y abocados al bien público, que las limitaciones impuestas a los individuos en nombre del bien común están dimensionadas con justicia, es decir que apuntan al bien común y responden al principio de la mínima limitación. Todos están dispuestos a ceder una parte de su libertad cuando está claro que lo que está en juego vale la pena.

En los regímenes democráticos, se considera que los gobernantes son legítimos por definición porque han sido elegidos por el pueblo. En consecuencia, la legalidad, noción jurídica, se confunde con la legitimidad, noción subjetiva. Ahora bien, la experiencia demuestra que en los hechos, los dirigentes políticos no gozan de un alto crédito moral e intelectual entre las poblaciones que los eligieron. Todas las encuestas de opinión lo prueban. En lugar de plantear como principio filosófico que la libre elección de los gobernantes debería llevar a elegir a los mejores, hay que interesarse por la realidad sociológica e incluso financiera: gobernantes que a menudo ganan por una escasa mayoría; la importancia del espectáculo; el papel del dinero en las elecciones; la dificultad que encuentra la democracia para despertar un verdadero debate político sobre las cuestiones de fondo; el horizonte limitado de las legislaturas, que hace que el tratamiento de los desafíos a largo plazo no goce de popularidad, etc.

En el escenario internacional, el principio de soberanía prohíbe meterse en los asuntos del vecino. Los dirigentes de hecho se convierten rápidamente en dirigentes de derecho, especialmente cuando esperan hacerse aliados o los han ayudado a tomar el poder. La Carta de las Naciones Unidas parte de la bella idea de los Pueblos de la Tierra y concluye finalmente con un “sindicato de gobiernos”, retomando una expresión contundente de Georges Berthoin. Las democracias siempre están divididas entre el deseo de constituir un club de “dirigentes aceptables”, es decir electos mediante elecciones libre, y la necesidad concreta de tratar con los dirigentes de hecho

Es por ello que en la mirada de la población misma, las organizaciones no gubernamentales son consideradas, según los sondeos de opinión, más creíbles que los dirigentes políticos, incluso en los países democráticos: más sinceras, más desinteresadas y más competentes, tres criterios de legitimidad. Y por otra parte, ¿quién sería legítimo para representar a los no-sujetos de derecho, aquéllos que no votan, las generaciones futuras, los animales, la biosfera?

Cuando la fundación Rockefeller inició, en los años ’40, los trabajos sobre el trigo en México, luego cuando creó en 1960, junto a la fundación Ford, el International Rice Research Institute en Philippines, iniciativas que llevarían a la revolución verde, cuando la fundación Bill y Melinda Gates se moviliza sobre el tema del SIDA o cuando nuestra fundación organiza un diálogo entre sociedad china y sociedad europea, no disponen de ningún mandato que no sea el propio. El proceso y su resultado son los que fundan la legitimidad, y no un supuesto título de propiedad sobre el bien público.

Se impone también otra dimensión: la de los valores.

La comunidad internacional se ve confrontada en este punto con un impasse histórico. La base ética más o menos admitida por todos, con muchos matices fuera de Occidente, es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Con el correr de los años, la noción de derechos políticos -igualdad ante la ley, libertad de opinión, libertad de expresión, libertad de asociación- se ha ido extendiendo a derechos económicos, sociales, ambientales y culturales. Pero la afirmación de derechos cada vez más amplios es una aporía: para que se respeten derechos positivos, tales como los derechos económicos y sociales, sus condiciones deben estar reunidas y tiene que haber terceros que asuman la responsabilidad de reunir dichas condiciones. De manera más general, la afirmación unilateral de los derechos brinda una definición desequilibrada de la ciudadanía que siempre se ha basado en un desequilibrio entre derechos y responsabilidades. De allí la importancia del trabajo no gubernamental para promover la idea de un tercer pilar de la vida internacional, junto a la Carta de la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos: una Carta de las Responsabilidades Humanas, fundamento de la ética del siglo XXI. Sólo puede haber una regulación internacional legítima, es decir aceptada por todos, si existe una base ética común de esa naturaleza. Desde ese ángulo, Estados y actores no estatales se encuentran en las mismas condiciones. La legitimidad de sus actos puede construirse en referencia a una ética compartida. La libertad de emprendimiento concedida a las empresas tiene como contrapartida ética y jurídica sus responsabilidades social y ambiental: responsabilidad de la estructura jurídica en tanto estructura y responsabilidad personal de sus dirigentes. De igual modo, los demás actores no estatales, como las ONGs, pueden con todo derecho ser interpelados sobre el modo en que ejercen su propia responsabilidad, cuando muy a menudo prefieren hablar de la responsabilidad de los otros, de las empresas o de los gobernantes. Así se plantea, por ejemplo, la cuestión de la deuda ecológica: ¿de qué manera los Estados, en tanto representantes de sus respectivos pueblos, pueden ser tomados como responsables de los daños pasados causados al medioambiente? No habrá legitimidad de la gobernanza mundial si no hay referencia a ese tipo de principios de responsabilidad y de equidad.

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