Es imposible hablar de democracia y de ciudadanía limitándose a la escala nacional. La democracia y la ciudadanía deben ejercerse a la escala de las interdependencias reales. Ahora bien, nuestro oikos, nuestro espacio doméstico actual es el planeta. El tema de la democracia remite entonces necesariamente al tema de la democracia planetaria, de la ciudadanía mundial. Sobre ese plano, los actores estatales no tienen nada para enseñar a los actores no estatales. Sólo deben su elección a los electores de una pequeña circunscripción del planeta: su propio Estado. La democracia está en crisis a causa de sus objetos, sus escalas y sus métodos.
Sus objetos, porque las principales decisiones de las cuales depende el porvenir están fuera de su alcance, en particular las orientaciones científicas y tecnológicas que mayoritariamente no se deciden a escala nacional. Sus escalas porque, incluso en la Unión Europea, el escenario político fundamental sigue siendo estrictamente nacional. Sus métodos porque la democracia representativa, heredada de los siglos pasados, ya no se corresponde con el estado de la sociedad ni con la complejidad de los temas a debatir.
La democracia, a escala planetaria, se ve seriamente disminuida por el hecho de que, después de la Segunda Guerra Mundial se eligió – sin duda no era posible hacer otra cosa en esa época- hacer de las Naciones Unidas una asamblea de Estados, todos puestos sobre el mismo plano. ¿Un Estado, un voto? Esta sacralización del Estado refleja tan poco la increíble heterogeneidad de los Estados del mundo, de Bután a la China, a India y a los Estados Unidos, que sólo puede tratarse de una caricatura de la democracia.
Es por ello que oponer por un lado a las regulaciones estatales, que serían democráticas porque son decididas por los Estados, y por otro a las regulaciones propuestas por los actores no estatales, que no serían democráticas, es más que nada un ejercicio de estilo. Por el contrario, la naturaleza diferente de las fuentes de legitimidad de los Estados por un lado y de las organizaciones no gubernamentales por otro impide imaginar una suerte de co-gestión donde habría, frente a los Estados, “representantes de los actores no estatales”.
El papel de los actores no estatales y de sus redes es decisivo en la construcción del debate público y en el proceso de construcción de los consensos. Las organizaciones no gubernamentales sólo se representan a sí mismas y a sus adherentes, así como las empresas sólo representan a sus accionistas y, agregaría, los Estados sólo representan a sus electores. Pero no hay que olvidar que cuando un sistema es complejo, la democracia cambia fundamentalmente de índole. El tiempo fuerte no es, ha dejado de ser el momento de la decisión. El tiempo fuerte es aquél donde se define el proceso mediante el cual las distintas partes involucradas confrontarán sus puntos de vista. La búsqueda de una solución satisfactoria prevalece por sobre la elección entre soluciones alternativas. Ahora bien, en ese proceso de búsqueda de una solución satisfactoria, las organizaciones no gubernamentales, más generalmente los actores no estatales, tienen un papel fundamental a jugar para enunciar lo que está en juego, explorar las alternativas, aportar sus conocimientos y experiencias, encarnar los intereses y los valores de sus miembros.
Es interesante destacar que los grandes actores no estatales, empresas muy grandes u ONGs, se organizan espontáneamente por región del mundo y no por Estado. No pueden ponerse en el mismo plano la China y Burkina Faso. Estoy convencido desde hace mucho tiempo de que no habrá una verdadera gobernanza mundial mientras no se construyan entidades regionales, digamos unas veinte para todo el mundo, que negocien entre ellas. En muchos aspectos, la organización espontánea de los actores no estatales prefigura esa distribución regional.