La ONU ocupa un lugar importante en la conciencia colectiva contemporánea. Que se la critique o se la defienda, hay algo absolutamente cierto: la ONU existe. Fue omnipresente durante toda la guerra fría y sigue siendo importante en la actualidad, aun cuando su prestigio haya decaído un poco.
No obstante ello, comparado con el prestigio del que goza – a pesar de las muchas críticas y ataques –, muchos se sorprenderían al constatar que la ONU, en cuanto a los medios de los que dispone, se acerca mucho más a un micro Estado que al “super” Estado supranacional al cual mayoritariamente (y erróneamente) se la asocia. Con un presupuesto (de funcionamiento) anual inferior a los 2.000 millones de dólares, y gastos totales inferiores a 15.000 millones de dólares, si se incluyen todas las agencias y programas del sistema de las Naciones Unidas (FAO, OMS, UNESCO, UNICEF, etc.), la ONU dispone de medios financieros cuarenta veces inferiores a los del Pentágono solamente (más de 500.000 millones de dólares, sin contar la “guerra contra el terror” – alrededor de 200.000 millones).
Para ubicar las cosas en perspectiva, los gastos militares anuales de todos los países mezclados ascienden a 1 billón de dólares (un millón de millones), lo que significa que podrían por sí solos financiar a la ONU en su estado actual durante 67 años… El presupuesto de los Estados Unidos, por su parte, es de 2,73 billones de dólares; el plan de salvataje de Wall Street (2008) fue de 700.000 millones de dólares, vale decir 47 años de financiamiento de la ONU... Los gastos de la ONU corresponden aproximadamente al presupuesto anual del Board of Education de la ciudad de Nueva York solamente (12.400 millones). Estas cifras demuestran, entre otras cosas, que los países que financian a la ONU no ponen a su disposición más que una ínfima parte de su presupuesto, lo cual traduce una falta de voluntad por parte de los países miembros por darle a la ONU los medios adecuados para cumplir con sus mandatos. También podemos ver de qué manera los países más ricos pueden, de facto, corromper el correcto desarrollo de las operaciones de la ONU, racionando de alguna manera sus necesidades sobre el largo plazo. En ese campo, los Estados Unidos –el mayor contribuyente- nunca ha dejado de jugar un juego ambiguo con la ONU, sirviéndose de ella cuando sus intereses nacionales se ven comprometidos.
En otros términos, la ONU dispone de un presupuesto infinitamente más pequeño que el de un país de talla mediana, sin hablar de Estados Unidos o ni siquiera de Francia o de Italia. En términos de potencia, la ONU es inexistente. O, más precisamente, su potencia no radica en sus medios sino en sus capacidades para influenciar el curso de los acontecimientos. Como un Pulgarcito estratégico, la ONU no deja de ser un actor diplomático de primer plano. Pero ni siquiera su inmensa legitimidad y su gran prestigio –por cierto en descenso- pueden impedir que choque siempre contra las realidades materiales. Esto hace que el gigantesco desfase entre su influencia y su potencia real explique en muchos aspectos los límites a los cuales se ve inexorablemente confrontada. Si a esta falta de medios le agregamos las pérdidas asociadas al funcionamiento de un organismo que incluye 192 países que representan decenas de áreas culturales y familias lingüísticas, no es difícil entender que la ONU es un poco el Quijote frente a los molinos.
Pese a todo, con el correr de los años, se le encargan a la ONU cada vez más asuntos, incluidos los temas más arduos, donde está en juego ni más ni menos que la supervivencia del planeta. ¿Por qué ocurre esto? Sencillamente –y luego retomaremos este punto- porque los Estados, individualmente, sufren de una incapacidad cada vez mayor para asumir los problemas del mundo actual. ¿Por qué entonces no le dan, por fin, a la ONU, los medios necesarios y una libertad de acción suficiente para que pueda realmente dedicarse a resolver esos problemas? La respuesta simple es que, por ahora, los viejos hábitos perduran y el “interés nacional” resiste frente a la toma de conciencia del interés colectivo global. Hay dos obstáculos que frenan un cuestionamiento de ese enfoque: la incapacidad para entender que los intereses nacionales y colectivos cada vez están más cercanos y vinculados entre sí; el hecho de que los gobernantes no se atreven a aventurarse sobre terrenos que pueden llegar a socavar su poder o costarles una elección. Tal vez haya también una incapacidad, en la mayor parte de los dirigentes, para comprender la complejidad del mundo contemporáneo. Esto significaría que nuestros sistemas políticos, concebidos en otros tiempos, simplemente ya no son adecuados para la complejidad del mundo. Se trata de un vasto problema que la ONU, de toda evidencia, no tiene por qué resolver.
Retomemos la cuestión de los medios. Como el presupuesto de la ONU proviene esencialmente de las grandes potencias del momento, éstas son quienes controlan de algún modo su potencia, su autoridad y su dirección. Si los Estados Unidos –y podríamos citar también a otros países- no le asignan a la ONU más que una proporción ínfima de su presupuesto (proporción que no ha dejado de disminuir con el correr de las décadas) es porque, muy claramente, no tienen ningún deseo de que emerja una supra-potencia capaz de suplantarlos en la escena internacional.
Frente a esta dura realidad, el accionar de la ONU se vuelve aún más destacable. A excepción del Vaticano -cuyo papel, cabe recordar, fue durante mucho tiempo de una importancia crucial en materia de gobernanza, incluida la gobernanza internacional-, el impacto de la ONU no tiene precedente histórico. Pero ese impacto se ubica sobre un espacio particular, ya que la ONU representa de algún modo la dimensión moral y simbólica –casi podríamos decir espiritual- de todo lo que gobierna la relación entre los pueblos, mientras que los Estados gobiernan de alguna manera la dimensión temporal.
Obviamente, la ONU está en el terreno. Incluso con bastante presencia, particularmente con los cascos azules (70.000 soldados actualmente que, como es sabido, pertenecen a ejércitos nacionales). Pero a fin de cuentas, su esencia no radica en eso. Los Estados Unidos no necesitaban a la ONU para ir a Irak. Sin embargo, el rechazo de las Naciones Unidas de acompañarlos los privó de un aval moral que, en definitiva, no es nada despreciable. En un contexto (de conflicto) donde los aspectos psicológicos son considerables, especialmente por el hecho de que en materia de intervenciones exteriores la opinión pública evalúa a los dirigentes sobre el largo plazo, el aval moral de la única instancia que tiene legitimidad para dar o no su aprobación reviste una importancia preponderante. El rechazo de la ONU a intervenir en Irak influyó sobre el curso de esa guerra aun cuando, en última instancia, la razón de ser de la ONU sea precisamente impedir ese tipo de situaciones, según los principios de la seguridad colectiva que constituyen sus fundamentos.
En consecuencia, en lugar de preguntar por qué la ONU no hace más en ese sentido, tratemos por un momento de plantear las cosas a la inversa: ¿cómo logró la ONU ocupar semejante lugar en la gobernanza mundial, sabiendo que sus medios reales son ínfimos?
Esencialmente, la influencia de la ONU en el mundo es inversamente proporcional a su potencia, y ésta última es de geometría variable en función de la buena voluntad de los miembros del Consejo Permanente. Este fenómeno no es una coincidencia y podríamos decir incluso que de algún modo está inscrito en la Carta de las Naciones Unidas. Pues son los Estados mismos quienes, en cierta forma, confirieron a la ONU la influencia que tiene, dándole el papel de representante permanente, o de embajadora si se prefiere, de la comunidad internacional, a través de la creación de uno de los tres órganos fundamentales de la ONU [1], la Secretaría General. Pero la ONU sólo efectúa un trabajo de representación, ya que los Estados, al mismo tiempo, han salvaguardado celosamente la potencia que emana de las fuentes nacionales individuales y que constituye la única moneda de intercambio real en el tablero geoestratégico, moneda que esos Estados –los más “ricos”- distribuyen con parsimonia y circunspección a la Secretaría General.
La ONU es entonces una especie de conglomerado de intereses nacionales (de los países miembros) que operaría según los principios de la filosofía utilitarista, vale decir la promoción del bienestar de la mayoría. Sin embargo, en la práctica, el interés de la mayoría sólo se promueve en los casos en los que no entra en conflicto con el de los países más poderosos, es decir de la aristocracia onusiana del “club de los cinco”. El espíritu de la seguridad colectiva se mantiene entonces de forma limitada, y la realpolitik de las grandes potencias ejerce todo su peso sobre las Naciones Unidas, con una mano invisible y pesada - y vemos, a través de las tribulaciones de la Asamblea General -, que la acción de los países más humildes obedece también, con frecuencia, al egoísmo intrínseco subyacente al interés nacional que cada país defiende, desde el más grande hasta el más pequeño.
A pesar de todo, comparado con el régimen internacional en vigencia antes de la ONU y de la SDN, el del equilibrio de las potencias (que algunos dirigentes quieren recrear en la actualidad), el “régimen onusiano” constituye un avance considerable, puesto que rechaza la preeminencia de una política gobernada únicamente por las relaciones de fuerza y por la jerarquía de las grandes potencias omnipotentes. Este régimen -por cierto incompleto aún, porque debe conjugarse con la realpolitik de las relaciones de fuerza tradicionales- es el que ha permitido, con la ayuda activa de la ONU y de sus diversas agencias especializadas, negociar la transición de la descolonización, incluida la de la URSS, y el paso esencialmente pacífico de un mundo que tenía cincuenta Estados en 1945 a un mundo que tiene casi cuatro veces más, sesenta años más tarde.
Esta metamorfosis del gran tablero geopolítico, junto a la creación de la Unión Europea, es uno de los dos grandes fenómenos políticos de la segunda mitad del siglo XX. Al integrar a los nuevos Estados dentro de su sistema, la ONU jugó un papel primordial en el mantenimiento de la estabilidad global del mundo y ese papel, por otra parte, ha sido ampliamente subestimado. En este terreno, la Asamblea General, segundo órgano esencial, es quien jugó el papel federativo. Allí es donde se manifiesta de alguna manera la dimensión “democrática” de la ONU, porque cada nación, de la más grande a la más pequeña, tiene el mismo derecho a voto.
No obstante ello, la creación de la ONU tuvo ya serias restricciones impuestas por sus miembros fundadores. El tercer pilar de la ONU, el Consejo de Seguridad (segundo en la carta después de la Asamblea), se creó en parte como un órgano de mantenimiento de la estabilidad y de la seguridad internacional pero también, y algunos dirían sobre todo, como un instrumento que permitiera a las grandes potencias del momento – esencialmente a las potencias que habían ganado la guerra, más Francia, otra gran potencia histórica- mantener su hegemonía sobre los asuntos mundiales. A través de la Carta, que graba en el mármol el papel y la composición del Consejo de Seguridad, las cinco grandes potencias del Consejo Permanente, dotadas además del derecho a veto [2], tienen entre sus manos el destino de la ONU, en particular en el ámbito que más les interesa, que es el de hacer la guerra o la paz. El Consejo de Seguridad – 15 miembros (desde 1965), de los cuales 5 son permanentes – es autónomo con respecto a la Secretaría General. A través del Consejo de Seguridad, la ONU mantiene artificialmente el statu quo de la escena mundial de 1945, a sabiendas de que dos de los cinco miembros permanentes (Francia y Gran Bretaña) han dejado de tener desde hace tiempo un estatus de potencia de primer rango y con Rusia que, desde 1991, también ha perdido su arrogancia. Para esos países, renunciar a un estatus prestigioso y a su correspondiente influencia – recordemos la arenga de Dominique de Villepin contra la invasión a Irak – es tan impensable como para los otros dos miembros del Consejo (China y Estados Unidos). En el mejor de los casos, Francia, y tal vez hasta Gran Bretaña, podrían, en un impulso de generosidad poco probable, transferir su voto a la Unión Europea. También podríamos pensar en una ampliación (improbable también tal como están las cosas) del Consejo Permanente, que recibiría a la India, a Japón, a Brasil –que ya reclamaba un lugar en la SDN y fue el primero en solicitarlo en el momento de la creación de la ONU- y a Sudáfrica, por ejemplo. Pero más allá de lo simbólico, ¿esto cambiaría fundamentalmente las cosas? El Consejo de Seguridad constituye la dimensión aristocrática de la ONU, en el sentido político original del término, es decir una élite instalada, bien decidida a proteger sus privilegios y a mantener la jerarquía preestablecida. Ampliado o no, el Consejo seguirá siendo así.
Vemos pues que la ONU es un animal de dos cabezas, donde se oponen una estructura democrática –ciertamente frágil e inadecuada- y una estructura aristocrática (atenuada, por cierto, por la rotación del consejo no permanente). La Secretaría, o más precisamente el Secretario General, constituye la vitrina de este edificio, y en ocasiones se convierte en su cabina de mandos. A pesar de todo, la estructura funciona de alguna manera, puesto que cada órgano tiene una tarea específica que, después de todo, es complementaria a la de los otros dos. La Asamblea ha permitido la integración de los nuevos miembros y neutralizó la crisis de crecimiento de la ONU. El Consejo de Seguridad, por su tamaño reducido y la potencia de sus miembros permanentes, es capaz de tomar resoluciones rápidas e incluso con vivacidad si todos están en la misma frecuencia. El Secretario General, por su parte, tiene una función primordial, puesto que es la voz y la cara de las Naciones Unidas. Si es capaz y visible, como Kofi Annan, su influencia es real. Pero la selección del Secretario General está demasiado contaminada por negociaciones políticas que hacen que el candidato elegido no siempre esté a la altura de sus responsabilidades. Elegidos en la mayoría de los casos dentro de las filas de la diplomacia, los secretarios generales suelen quedar relativamente eclipsados. Su perfil es diferente al de los grandes dirigentes políticos y tal vez habría que ir a buscar a los futuros secretarios entre los antiguos jefes de Estado. Históricamente, los secretarios generales de las Naciones Unidas tiene más bien un perfil bajo. En comparación, por ejemplo, con los dirigentes norteamericanos o soviéticos de los últimos cincuenta años, ¿quién recuerda a Trygve Lie (1946-52) o a U Thant (1961-1971), los contemporáneos de Stalin, Truman y Eisenhower, y luego de Kennedy, Johnson y Nixon, sin contar a Mao Tse Tung, De Gaulle o Churchill, que estuvieron al mando de los otros países miembros del Consejo permanente? Y en la actualidad, ¿cuántas personas en el mundo pueden citar el nombre del actual Secretario General (Ban Ki-moon)?
En cuanto al Consejo de Seguridad, está demasiado encerrado en las rivalidades entre las potencias del Consejo permanente como para poder, realmente, tener un peso en forma positiva sobre la estabilidad internacional. La Asamblea General, por su parte, a menudo es arrastrada por la comprensible frustración de los países periféricos al centro de gravedad del poder y que aprovechan la tribuna de la ONU para hacer valer su presencia o la de sus dirigentes.
Fundada de una manera que limita considerablemente su aptitud para los cambios, la ONU no ha cesado, desde su creación, de ser el blanco de reproches injustos sobre su incapacidad para autorreformarse. En este caso tampoco es la institución en sí misma, y menos aún el órgano de la Secretaría, lo que debería cuestionarse, tal como habitualmente se hace y aun cuando éstos podrían gestionarse de un modo más eficaz (como lo deseaba K. Annan). Como hemos visto anteriormente, la ONU se ha ido adaptando sensiblemente a las transformaciones que modificaron la configuración del mundo geopolítico en los últimos sesenta años. En todo caso, lo ha hecho más que los Estados. En materia de derechos humanos, por ejemplo, y aunque pueda criticarse al Consejo de los Derechos Humanos (en vías de reforma desde que reemplazó a la Comisión de los derechos humanos), en los ámbitos de la pobreza, de la salud o de la infancia, las agencias de la ONU han realizado un trabajo notable, sobre todo si se lo mide en función de sus limitaciones en cuanto a medios disponibles.
No cabe la más mínima duda de que las Naciones Unidas deben reformarse profundamente. Pero hasta ahora han sido incapaces de hacerlo, incluso cuando el influyente Kofi Annan propuso su plan de reforma en 2005. Más allá del espinoso problema de la reforma, especialmente del Consejo de Seguridad que casi todo el mundo reclama, sin albergar ilusiones por ello, podemos preguntarnos si la ONU, aun reformada, constituye hoy en día la respuesta principal a los problemas a los cuales el mundo se va a confrontar en las próximas décadas.
En otras palabras, se plantean actualmente tres cuestiones. La primera, la de las reformas de la ONU, no es la más importante, aunque sea la que más acapara los ánimos, no sin razón por cierto. Más importante es la cuestión de saber si la ONU encarna, efectivamente, el sistema de seguridad colectiva global que supuestamente debería representar y si lo hará (¿siempre?, ¿por fin?) en un futuro próximo. Por último, aparece la cuestión de la seguridad colectiva, incluso más allá de la ONU: ¿la seguridad colectiva es la respuesta que esperábamos, que esperamos hoy y esperaremos mañana?
[1] Además de los tres pilares que representan la Asamblea, el Consejo de Seguridad y la Secretaría General, otros tres órganos completan el cuadro: el Consejo Económico y Social, el Consejo de Administración Fiduciaria y la Corte Internacional de Justicia.
[2] Utilizado hasta ahora unas 300 veces, mayoritariamente por la URSS/Rusia y por EEUU.