Desde la desaparición del sistema imperial en el siglo XVII, sistema que dominaba el espacio euroasiático desde hacía miles de años, el Estado, el Estado moderno, se convirtió en la pieza maestra del sistema internacional. El Estado es quien posee el monopolio de la violencia organizada y los individuos se mueven a través suyo, dotado cada uno de una “nacionalidad” que define sus derechos, privilegios y estatuto en el mundo. El Estado omnipotente y legítimo (democrático) es el único apto para “administrar” no solamente sus propios asuntos sino también los que atañen a la colectividad regional, continental y mundial. El Estado es el elemento que frena la anarquía de un sistema sin gobierno supranacional. Para afrontar el “estado natural” del sistema, el Estado es quien, a través de sus representantes, firma los tratados de paz y define las reglas del juego internacional. También es el Estado quien se invita a firmar un contrato social que lo une a los demás Estados a través de la Carta de la ONU.
A partir de 1648, el Estado fue considerado como el único habilitado para ocuparse de los grandes problemas de este mundo. Competente (en 1648, por ejemplo, con los acuerdos de Westfalia) o incompetente (en 1919 con los de Versalles), siempre fue más o menos apto para resolver estos problemas. En la actualidad, mientras que la dinámica del mundo se ha metamorfoseado por completo, el Estado aparece como inepto para resolver toda una serie de problemas que exceden sus competencias. Y allí es donde radica el bloqueo del mundo contemporáneo. El medioambiente, la energía, la salud, el agua, las finanzas, los mercados comerciales, la pesca y el terrorismo constituyen todos problemas complejos, junto a otros más que sobrepasan el estrecho marco del Estado. En una palabra, el Estado, los Estados, incluyendo a los que están vinculados por contrato, son actualmente incapaces por su naturaleza misma –están preparados para perseguir el interés nacional y no el colectivo- de dirigir y hasta de identificar los problemas del momento. Los Estados, sencillamente, no pueden garantizar la gestión colectiva del planeta. En el mejor de los casos, pueden resolver juntos algunas crisis aquí o allá, según el humor del momento. En ningún caso parecen estar en condiciones de involucrarse realmente en un esfuerzo colectivo donde muchos piensan que tienen cosas para perder. Ahora bien, si la ONU existe tal como es gracias a los Estados que la constituyen, también es hoy en día prisionera de su corsé estatal. ¿Puede trascender la ONU su estado original? Nada hace pensar que eso pueda ocurrir. Puede, en el mejor de los casos, definir una agenda, como lo hizo de hecho, identificando las grandes problemáticas del siglo XXI. Pero de ahí a pasar a la acción hay un abismo que no va a saltar, a pesar de todas las reformas posibles e imaginables. ¿Cómo superar ese estadio? ¿Cómo quebrar ese corsé estatal? ¿Y qué propuestas hay para un mundo “post-estatal”? Estos interrogantes son centrales para la gobernanza mundial en este momento pues, por un lado, urge que otros actores entren en escena – y algunos ya están allí- y, luego, hay que organizar la participación de esos nuevos participantes. En otras palabras, hay que instaurar un sistema de control de esos actores –la crisis financiera nos lo recordó cruelmente-. Ahora bien, el régimen tradicional de las relaciones internacionales se caracteriza claramente por la ausencia de un verdadero sistema de control. La ONU no constituye en ningún caso un sistema de esa índole y los Estados, obviamente, no se preocupan por normas que limitarían sus capacidades de acción.
El principio de soberanía está ligado al del Estado moderno. Data de la misma época, el siglo XVII. Para responder a las guerras de religión que devastaron a Europa se instauró el principio del “cujus regio, cujus religio”: la religión del príncipe es la religión de la nación. Con el fin de evitar los conflictos devastadores, se decidió en el mismo momento (siempre a través de los tratados de Westfalia) que ningún país debía ingerirse en los asuntos de otro Estado (por ejemplo para apoyar a correligionarios). Este principio gobernó las relaciones internacionales desde entonces – a excepción de las conquistas extraeuropeas hasta el siglo XX- y está inscripto en la Carta de la ONU. Se puede criticar con razón esta visión eurocentrista, pero es el eurocentrismo el que guió la implementación de las normas internacionales modernas, en una época en la cual Europa estaba en la cima de su potencia, mientras que los países y las civilizaciones que habían dominado el tablero geopolítico hasta los siglos XVI/XVII, por diversas razones se hallaban bruscamente en regresión en el mismo momento. Pese a ello, la influencia de las civilizaciones no europeas sobre estas normas no es despreciable, puesto que los intercambios interculturales en este ámbito eran más importantes de lo que generalmente se admitió.
La incompetencia de algunos gobiernos y sus abusos de poder, la debilidad y la negligencia de algunos aparatos estatales, las luchas de poder, los viejos resentimientos entre poblaciones provocan desde hace algunos años catástrofes humanitarias de gran envergadura que podrían evitarse si la colectividad internacional pudiera influenciar con inteligencia en los asuntos de algunos países cuyos gobernantes son incapaces de manejar problemas de una gravedad extrema o, peor aún, son ellos mismos responsables de esas catástrofes.
Dado que en la actualidad, contrariamente a lo que sucedía en el pasado, las fuentes de conflicto e inestabilidad provienen del interior del país y las crisis humanitarias que provocan pueden a veces cobrarse millones de víctimas, es imperativo que la comunidad internacional pueda intervenir, al menos para salvar a las poblaciones de la muerte. ¿Qué comunidad internacional? Más allá de la opinión pública internacional, la comunidad internacional no existe más que de manera abstracta y es por ello que no reacciona. Para que pueda hacerlo, hay que ingeniárselas pues para crearla. ¿De qué manera? Al comienzo, por lo menos, mediante la identificación de los actores capaces de tener un impacto, a través de una toma de conciencia de que los problemas requieren acciones concretas entre esos actores, y con la organización efectiva de esas acciones. La ONU tiene un papel a jugar en este terreno, tanto como la sociedad civil. Pero la creación de una verdadera “comunidad internacional” necesitará esfuerzos durables y sostenidos para un desafío que está lejos aún de haber sido logrado, puesto que las reglas de la política internacional han llevado hasta ahora el egoísmo hasta su paroxismo, egoísmo del cual no será fácil deshacerse.
Además, ¿por qué no instaurar condiciones de intervenciones sistemáticas en casos de guerra civil, o cuando el Estado abusa de su poder para aplastar a sus poblaciones (caso de Zimbabwe por ejemplo)? Obviamente es un tema candente y difícil de instaurar cuando sabemos hasta qué punto las situaciones de los países que atraviesan ese tipo de dificultades son complicadas. Sin embargo, la idea de un deber de ingerencia no apareció por casualidad en el transcurso de los últimos años. Si, en el siglo XVII, el respeto absoluto de la soberanía constituía un gran progreso para los derechos humanos, hoy en día ocurre lo contrario. Es tiempo de poner ese principio sobre la mesa, como algunos lo han hecho, a la manera de Bernard Kouchner, más que de permanecer aferrados a costumbres que, en la actualidad, generan una actitud de indiferencia, o hasta criminal, frente a las catástrofes humanitarias causadas por el hombre, o hasta por los elementos naturales. En ese ámbito, el accionar de la ONU es ambiguo ya que, por un lado, defiende un principio inscrito en su Carta y, por otro lado, se presenta como la primera defensora contra los abusos en materia de derechos humanos. Para actuar, habrá que ir entonces más allá de la ONU, o cuestionar algunos de sus principios, empezando por el del respeto absoluto de la soberanía nacional. En este ámbito, el papel de los miembros del Consejo de Seguridad no es despreciable, pero sólo se moverán bajo la presión de la opinión pública. Es por ello que algunas campañas bien organizadas pueden producir efectos en este campo.
La ONU ha hecho mucho en estos últimos años para ampliar la noción de seguridad hacia una concepción de la “seguridad humana” que no se refiera exclusivamente a la seguridad física sino que abarque también la seguridad contra el hambre y el frío, la enfermedad y la pobreza. Pero la ONU fue establecida cuando el concepto de seguridad se entendía de manera estrecha y restrictiva. En consecuencia, las estructuras de las Naciones Unidas, su Carta y sus mecanismos fueron construidos según esa visión de la seguridad que reinaba en 1945, y que era lógica después de dos guerras mundiales. En este plano también, el desfase entre el discurso de los dirigentes de la ONU y la realidad práctica es considerable. En términos de puesta en práctica, la ONU sencillamente no cuenta con los medios para realizar sus ambiciones. La primera causa de ello responde a una falta de voluntad por parte de los países miembros. La seguridad en su sentido tradicional es fácil de entender y se vincula con el corto plazo. La seguridad humana, en cambio, es una noción más compleja, poco conocida, y que se inscribe sobre todo en el largo plazo. Ahora bien, sabemos que la política se involucra principalmente en el corto plazo. Es un defecto de la política en general pero sobre todo, hay que admitirlo, de la democracia. En este terreno, una vez más, no podemos esperar demasiado de los Estados.
La ONU en tanto institución (principalmente la Secretaría General) demuestra aquí, poniendo en primer plano esta nueva concepción de la seguridad, que es un pilar de la reflexión sobre la nueva gobernanza mundial. En tanto órgano al servicio de los Estados miembros, en cambio, se muestra a menudo incapaz de poner en práctica sus propias ideas. Se puede pensar entonces en dos soluciones: o bien la ONU acepta sus limitaciones y reconcentra sus actividades, por ejemplo en el campo general de la reflexión, de las ideas y de los intercambios, o bien implementa los medios para realizar lo que predica. Esto último, tal como lo hemos dicho anteriormente, depende de la voluntad de los Estados. Predicando acciones que es incapaz de realizar, la ONU pierde en los dos terrenos, puesto que el impacto de sus recomendaciones sucumbe ante su incapacidad inherente para la puesta en práctica.
La ONU fue creada en un contexto que privilegiaba la “geopolítica”, es decir las relaciones exclusivamente políticas que podían mantener los países entre sí, en los terrenos convencionales de las relaciones internacionales. Los aspectos geoeconómicos y geoambientales fueron minimizados o totalmente descartados. Hoy en día vemos que todas esas dimensiones son importantes en sí mismas, pero también que están relacionadas unas con otras. Pero la ONU fue construida fundamentalmente como un edificio geopolítico. Las diversas crisis económicas, ambientales y otras que empiezan a sacudir al planeta demuestran que la ONU, en estos campos, tiene muy pocas armas para intervenir de una manera u otra para solucionar las crisis, y menos aún para prevenirlas. También en este sentido la estructura onusiana está construida de tal modo que es difícil transformarla en profundidad, las reformas posibles sólo pueden ser mínimas y, en todos los casos, insuficientes para que las Naciones Unidas puedan realmente tener peso en esos ámbitos. ¿Qué hacer entonces?¿Contentarse con reformas mínimas que, ciertamente, son mejor que nada? Si la casa es defectuosa y no puede rehacerse por completo, tal vez sería mejor construir otra (u otras), conservando eventualmente la primera pero con funciones menos ambiciosas.