Por Pierre Calame
Nos vamos de Rio de Janeiro y el planeta nos duele intensamente. Se movilizaron decenas de miles de personas y un centenar de jefes de Estado para adoptar - a tómalo o déjalo- un texto de 50 páginas que anuncia compromisos que ya tomados hace tiempo y que siguen sin cumplirse, cuidando prolijamente que no falte ninguna de las palabras clave de una liturgia hoy por hoy ya vaciada de su significado: el papel de las mujeres, los derechos, el lugar de la sociedad civil, la importancia de la democracia y la participación popular, sin olvidar a los pueblos indígenas, algunos de los cuales circulan emplumados por allí. Si es por decir, digamos, que ya está todo dicho.
¡Pero cuidado con decir lo que no ha de decirse! ¡Nada de asumir nuestras interdependencias! ¡Ni que hablar del derecho de injerencia de un Estado sobre otro! ¡Cada quien en su casa es rey! Se trata apenas de compromisos voluntarios, que no comprometen más que a quienes creen en ellos ¿La participación de la sociedad civil? Hasta el “stakeholder forum”, que se suponía que representaría a los diferentes actores, fagocitado sin embargo por la burocracia onusiana, denunció públicamente la fantochada, después de pasarse meses tratando -en vano- de incluir propuestas dentro de una agenda concebida, de entrada, como para no dejar pasar nada sustancial.
La Unión Europea, frente al autoritarismo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Brasil, depuso las armas tras lanzar algunos tiros al aire como para salvar el honor. Depuso las armas, sí, pero cuidado, ¡manteniéndose unida! ¡Autorizada a conservar su bandera! Y nuestro presidente sumó su voz a tan conmovedor consenso, obtenido por aclamación sobre un texto que no comprometía a nadie a hacer nada, agregando unas palabras, muy sentidas y sin alcance concreto, sobre la ausencia de ambición de las conclusiones de la conferencia. Consenso. Ése es el quid de la cuestión.
Nunca faltan algunos expertos en negociaciones internacionales para citar dos o tres frases que demuestren los avances prodigiosos que se realizaron en veinte años: algunas palabras suplementarias sobre la gobernanza integrada de los océanos, un foro de actores que se transforma en foro de alto nivel, algunas vagas promesas sobre el fortalecimiento del programa de las Naciones Unidas para el Medioambiente, el compromiso de elaborar objetivos de desarrollo sustentable que no comprometerán a nadie en particular. El negociador brasileño llegó incluso a hacer esta conmovedora confidencia: “resistimos bien… ¡retrocedimos menos de lo que podía llegar a esperarse!” Al parecer, ya no se trata del compromiso de la gran transición sino de la batalla de Verdún, del bastión de la resistencia: ¡no pasarán los que quieren cuestionar los principios de 1992! Lo característico de un proceso de negociación de esta índole es que se pasan tantas horas discutiendo nimiedades que, al cabo de un tiempo, los actores pierden de vista el objeto central de la batalla y terminan concentrándose sobre el éxito o el fracaso de esta o aquella escaramuza.
Lo más significativo es el llamado reiterado a las colectividades territoriales. Para mí, que soy un convencido de que una sociedad sustentable hay que pensarla a nivel de los territorios, eso es una gran cosa. Pero en este contexto se convierte más bien en una constatación de fracaso: los Estados, incapaces de pensar un cambio - que urge - y más incapaces todavía de ponerse de acuerdo sobre la manera de conducirlo, devuelven las llaves de la ciudad planetaria e invitan a que otros se hagan cargo de cuidarla. La admisión de esa falla es el nudo mismo del problema. Rio+20 es la constatación de quiebra de un orden mundial intergubernamental que ya lleva más de doscientos años - se celebrará próximamente el bicentenario del Tratado de Viena – manejado por diplomáticos de carrera. Las palabras dicen ciertamente lo que quieren decir: la presidenta de Brasil se remitió hasta el último minuto a su Ministro de Asuntos Exteriores para el manejo de la negociación. No a un Ministro de Asuntos Mundiales o a un Ministro de Asuntos Comunes Planetarios: a un Ministro de Asuntos Exteriores. Nosotros, frente al resto del mundo, en una postura de toma y daca donde el planeta no es el asunto principal en juego sino el campo de batalla de las voluntades de potencia y de enfrentamiento de los egoísmos nacionales. Es más, en los pasillos no se oían más que reflexiones sobre las nuevas relaciones de fuerza y la escalada de los países emergentes. Y ya vamos camino a varios años de sabias explicaciones sobre este nuevo mundo multilateral. En todos los países, o en casi todos, son esos mismos ministerios de asuntos exteriores quienes han llevado la batuta, cuidando que esos grandes ingenuos de la sociedad civil - que creen que se trata de la supervivencia del planeta - no se dejen embaucar: ¡sólo se trata de la vieja y conocida relación de fuerza entre países que no conocen sino el lenguaje de la potencia y del interés nacional!
Pero, ¿los “intereses nacionales” existen por esencia o son construidos solamente en virtud de esas instituciones que son los Estados-nación? ¿Son eminentes en relación a todos los demás? Es obvio que no. Hay muchas más solidaridades entre banqueros o empresarios del mundo entero, que se reúnen en Davos para intercambiar novedades y cerrar filas, más solidaridades entre los campesinos del mundo entero, más analogías entre las colectividades territoriales de lo que puede haberlas entre actores del mismo país. La manera misma de organizar el diálogo internacional es lo que predetermina su resultado. Y cuando a ello se suma la increíble ilusión de que se adoptará un texto por consenso, ya que no puede tomarse en serio un voto en las Naciones Unidas – pues hasta tal punto la regla de “un país, un voto” es surrealista en razón de la heterogeneidad de los Estados miembro- y cuando esa obsesión por el consenso le otorga derecho a veto a cualquier país con un poco de peso, es fácil entender que las cartas ya estaban echadas antes de empezar. A nivel mundial no existe ningún organismo encargado de “expresar el interés general”, como la Comisión Europea para Europa. La agenda de Rio+20 – la economía verde al servicio de la erradicación de la pobreza extrema – ha sido de entrada el resultado de un compromiso diplomático, que mezcla artificialmente los intereses de los países desarrollados y en desarrollo, preparando el ritual de enfrentamiento entre unos y otros. El proyecto de declaración fue solamente el fruto de una síntesis de las propuestas nacionales. Y la negociación final apuntó, para los diplomáticos, a eliminar todo lo que pudiera cuestionar o comprometer a sus respectivos países.
Evidentemente, se cosecha lo que se sembró. Página tras página aparece y permanece la soberanía nacional y se perfila un catálogo de buenos sentimientos dejados, en la práctica, en manos de compromisos voluntarios. No es necesario ser un especialista de la teoría de juegos para entender que la construcción de otro modo de negociación, por ejemplo mediante una asamblea mundial de ciudadanos, representativa de las distintas fuerzas sociales, encargada de elaborar propuestas sometidas a la deliberación de los Estados, desembocaría en un resultado muy diferente. La crisis del euro ha demostrado el riesgo que implica una moneda común que no vaya acompañada por una autoridad política de coordinación de las políticas económicas y fiscales. ¿Qué se puede esperar entonces de un planeta que hay que manejar en común y que no cuenta más que con el libre mercado a modo de regulación? La contradicción entre el nivel de nuestras interdependencias y el modo en que el mercado las maneja ya se ha vuelto explosiva. Desde la primera Cumbre de la Tierra en 1992 hasta ahora, los equilibrios de los que depende nuestra supervivencia han seguido degradándose constantemente. Nuestra gobernanza mundial se ha vuelto para la humanidad el más grave de todos los riesgos. Orquestado por la diplomacia brasileña, lo que sucedió en Rio fue una suerte de Tratado de Múnich ecológico mundial: los jefes de Estado volvieron a sus casas, aparentemente satisfechos de haber logrado un consenso para salvaguardar una unidad de fachada, pero al ser felicitados por ese resultado, ¿cuántos de entre ellos habrán pensado para sus adentros: “¡qué imbéciles!”, como lo hiciera Daladier al volver de Munich tras el acuerdo con Hitler? Pues con la ilusión de que se puede manejar el planeta sin asumir nuestras interdependencias, lo que se está preparando son claramente los próximos conflictos mundiales.
¿Y ahora? Habrá que tomar iniciativas que molesten, que enojen. Mala suerte para el consenso, si es el precio a pagar para salvaguardar el planeta. Avancemos con quienes quieran avanzar. Abandonemos la idea de que un comercio mundial libre y sin condiciones sociales ni ambientales es la garantía de la paz, pues es la paz de Munich, la que prepara la futura guerra. Dejemos de considerar al Estado “absolutamente soberano”, al del tratado de Westfalia, como un horizonte insuperable. Empecemos por admitir que todos los actores, públicos y privados, tienen cuentas a rendir ante la comunidad mundial sobre el impacto de su accionar, desde el momento en que ese impacto desborda las fronteras nacionales. Adoptemos para eso una Declaración Universal de las Responsabilidades Humanas, complemento indispensable de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y fundemos sobre ella un Derecho Internacional de la Responsabilidad.
Instauremos un comercio internacional basado en cadenas de producción y de consumo sostenibles. Generemos un trabajo de reflexión internacional sobre el nuevo modelo de la economía, con una moneda que deje de confundir -como lo hace hasta ahora por el uso de una misma unidad de cuenta y un mismo modo de pago- lo que hay que ahorrar (energía fósil y recursos naturales) y lo que por el contrario hay que alentar (el trabajo humano). La Unión Europea, que hoy es presentada como el hombre enfermo de la mundialización, es la única que ha inventado hasta ahora la manera de unirse respetando las diferencias y aprendiendo a superar de manera pacífica sus egoísmos nacionales. Ella es quien debe tomar la palabra. A ella le toca rechazar, después de reflexionar, ese Munich ecológico mundial. Y Francia podría ganar en consideración y honor si jugara un papel motor en esa dirección.
Pierre Calame
_ Foro Internacional Ética y Responsabilidades
_ Autor de « sauvons la planète ! »
_ Editions Charles Leopold Mayer (ECLM) mayo 2012
_ Presidente de la FPH