Hay países que son codiciados cuando son débiles y temidos cuando son poderosos. China es uno de ellos. Su inmensidad, su historia y su civilización varias veces milenarias no dejan a nadie indiferente entre las personas que piensan en el devenir del mundo. Pero frente a su singularidad que incomoda y su extrañeza que oscurece, pocos son los que logran encontrar la claridad. “Desde el punto de vista occidental, China es simplemente el otro polo de la experiencia humana”, afirma Leys. Y en la actualidad, ¿qué podemos esperar de esa “alteridad tan radical y esclarecedora” para construir una nueva gobernanza mundial?
Esta pregunta se planteó insistentemente en el contexto de la mundialización y desde 2008, en una coyuntura de poli-crisis que amenaza al mundo con una decadencia, o hasta con una catástrofe múltiple. Los países occidentales que han dirigido al mundo durante tres o cuatro siglos se encuentran hoy sin crédito. Los países emergentes, como los BRICS, que parecen haber elaborado una estrategia en común para influir en el curso de la mundialización, todavía no están del todo aptos para manejar los comandos. China, sin duda alguna más preocupada por los problemas de conducción de sus asuntos internos, avanza con prudencia hacia una ampliación de sus responsabilidades internacionales. ¿Se prepara para ejercer un liderazgo mundial de aquí a 30 años? ¿Tiene la actitud y la experiencia necesarias para hacerlo? Antes de responder y de hablar del papel que se supone que podría jugar dentro de la gobernanza mundial, conviene preguntarse primero qué entiende China por mundialización.
La mundialización, tal como se la conoce desde el descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492[[Una tesis del británico Gavin Menzies sostuvo que una parte de la flota del navegador chino Zheng He había descubierto América en 1421, es decir 71 años antes que Cristóbal Colón. Es precisamente después de las expediciones de Zheng He que los emperadores de China, primero Zhu Gaochi (del reinado de Hong Xi, 1424-1425), luego Zhu Zhanji (del reinado de Xuande, 1425-1435), decretaron la prohibición de navegar en el mar y la política de cierre de las fronteras marítimas (lo cual explica en parte el repliegue y la caída de China frente al Occidente moderno), situación que se prolongó hasta la Primera Guerra del Opio, perdida contra Inglaterra de 1839 a 1842.]] y la conquista del mundo por parte de los europeos que vino a continuación, se intensificó y aceleró después del fin de la Guerra Fría. En la última década ningún término tuvo tantos significados diferentes para tanta gente de tantos países. En relación a China, la percepción del término es compleja, heterogénea y evolutiva: una rarísima oportunidad para recuperar el atraso y modernizar al país, aprovechando flujos de capitales y de mercaderías; una oportunidad histórica para redefinir las reglas de juego internacionales en los campos de la economía, las finanzas o el comercio; un avatar de la occidentalización (o un eufemismo para decir norteamericanización), no sólo en el plano económico sino también político, institucional y cultural. Esta multiplicidad de percepciones ligada por cierto a sus contradicciones internas lleva a China a jugar el juego de la cooperación de los intercambios económicos y comerciales, sobre todo después de su adhesión a la OMC en 2001; a resistir a la tentación y a la presión de Occidente en el plano político e institucional, manteniendo a cualquier precio su modelo de partido único; a predicar una mundialización que respetaría la pluralidad filosófica y la diversidad cultural frente a la uniformización.
¿China puede convertirse en el foco de una nueva civilización para el futuro? La respuesta que le dé a esta pregunta determinará ampliamente el lugar que ocupe en el mundo del futuro. La nueva civilización que se perfilaba a comienzos del siglo XXI dice ser pacífica, ecológica, solidaria y democrática. China será juzgada sobre esas cuatro orientaciones, por el éxito o el fracaso de sus políticas internas y exteriores a lo largo de la próxima década, período de todos los peligros pero también de todas las oportunidades. Los desafíos que se plantean son, en consecuencia, enormes, tanto por su amplitud como por su escala y su naturaleza.
El primer gran desafío para la nueva gobernanza mundial es el de la paz. Sobre ese punto, ¿el resurgimiento de China escapará a la lógica de los conflictos y guerras inducidas por el cambio de la relación de fuerzas, tal como se ha visto más de una vez en la Historia de la conquista hegemónica de las grandes potencias? Si bien el crecimiento del poder de China es percibido como una amenaza por algunos países vecinos o lejanos, ella misma parece tomar conciencia de los peligros que la acechan, empezando por los conflictos territoriales que la enfrentan a Japón por la soberanía de las islas Diaoyu/Senkaku en el mar de China oriental, y a Filipinas y Vietnam por la de las islas y archipiélagos del mar de China meridional. Nunca el reto de frenar la escalada de tensiones fue tan grande para China, ante la presión nacionalista creciente de una parte de su población y las reivindicaciones intransigentes y persistentes de sus países vecinos, a menudo vinculados con los Estados Unidos por los tratados o acuerdos de seguridad y defensa que prevén intervenciones militares norteamericanas en caso de agresión externa contra sus territorios.
Se trata en gran medida de una pulseada geopolítica entre dos gigantes del Pacífico: Estados Unidos y China, socios comerciales imprescindibles y rivales políticos irreconciliables. El primero, aunque en recesión, se aferra a su voluntad hegemónica a través de una nueva estrategia de recentramiento en Asia. El segundo, en ascenso, busca librarse de la maniobra de asedio y contención del primero, que refuerza las alianzas militares anti-chinas. El desenlace de esta prueba de fuerza condicionará el futuro de un mundo pluralista y multipolar, única alternativa posible a la hegemonía, en donde la voluntad racional de una solución pacífica de los conflictos debería primar por sobre la tentación de la política unilateral y el desatino de las pasiones nacionalistas.
En el campo de la cooperación internacional en materia de seguridad y estabilidad, China es el primer contribuyente de efectivos de mantenimiento de la paz entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero por principio de inviolabilidad de la soberanía de los Estados, entiende preservar su política de no injerencia en los asuntos internos de terceros países, pues la gobernanza mundial debe basarse, según ella, en el respeto incondicional de los Estados soberanos que ni siquiera la interdependencia ni la intersolidaridad cuestionarían de modo alguno. Ahora bien, para ser coherente a escala global, una gobernanza mundial tiene que hacer evolucionar el principio de la soberanía absoluta hacia el de la soberanía compartida, y ampliar la responsabilidad de la seguridad internacional en el sentido del “deber de proteger a las poblaciones” en tiempos de guerra. Pero el problema es evitar, tanto como sea posible, que los intereses estratégicos y económicos se mezclen con las intervenciones militares en nombre de las misiones humanitarias.
El segundo gran desafío para la nueva gobernanza mundial es el de la ecología. También en este punto China figura entre los primeros. Primer consumidor de energía desde 2009 y primer país emisor de dióxido de carbono en el mundo desde 2007 (representando el 24% de las emisiones mundiales, siendo sus principales fuentes de emisiones industriales las centrales térmicas de carbón y la producción de cemento), China se comprometió a reducir para 2020 sus emisiones de gases con efecto invernadero por unidad de PBI en un 40 a 45% en relación al nivel de 2005, con una disminución del 17% de aquí a 2015. ¿Logrará alcanzar ese objetivo anunciado en la Conferencia de Copenhague, encontrando un equilibrio entre un crecimiento económico sostenido y la reducción de su impacto ambiental? Es una tarea muy difícil, cuando sabemos que el creciente uso de energías fósiles está fuertemente ligado al aumento del nivel de vida de la población, que cambia su modo de vida y modifica los hábitos de consumo, mientras que las emisiones de dióxido de carbono por habitante en China representan actualmente un cuarto de las de Estados Unidos.
Otra dificultad importante es la de poder reducir a largo plazo el volumen de productos industriales como el coque y las tierras raras[[La producción china de coque representa el 45% de la producción mundial. El volumen de sus exportaciones ocupa el 60% del comercio mundial de coque. La producción china de tierras raras varía entre el 90 y el 95% de la producción mundial. El 80% de la producción está destinada a la exportación.]], indisociables del consumo energético y de las emisiones de dióxido de carbono. Ahora bien, China, además de sus necesidades internas, es prisionera de la dependencia del mercado internacional de esos productos altamente contaminantes. Se calcula que “el 40% de la energía china sirve la fabricación de productos de exportación para los mercados occidentales”[[When China Rules the World : The Rise of the Middle Kingdom and the End of the Western World. Copyright © 2009, Martin Jacques.]].
El XII plan quinquenal chino (2011-2015) prosigue con el desarrollo de las energías renovables y la eficacia energética, tratando de pasar de un crecimiento fuerte durante la fase de industrialización y urbanización desenfrenada a un crecimiento verde, más que necesario. China es un actor fundamental en el campo de las tecnologías limpias: siendo el primer inversor en desarrollo de energías limpias, primer productor de paneles solares, primer productor de energías eólicas y primer productor de energías hidráulicas, prevé agregar una capacidad total de 235GW en energías renovables o de emisión reducida de carbono en el transcurso de este período quinquenal. En materia de eficacia energética, se lanzarán programas de ahorro de energía en 10.000 empresas. Un impuesto ambiental o un mercado de carbono podrían ser implementados en provincias piloto. El impuesto sobre los recursos naturales y el impuesto sobre los productos consumidores de energía serán aumentados. La tarificación de la energía (carburante, gas natural, electricidad) debería ser revisada para adaptarla a los diferentes tipos de usuarios y tomar en cuenta el origen de la producción eléctrica (especialmente energías renovables).
El tercer gran desafío para la gobernanza mundial es el de la solidaridad nacional e internacional. En este capítulo, China debe hacer un gran esfuerzo, tanto en el interior como en el exterior. Su despliegue económico fulgurante, que la propulsó en 2010 como segunda potencia económica en términos de PBI nominal y como primer país exportador a nivel mundial, tuvo como consecuencias nefastas -además de la degradación generalizada del medioambiente- fuertes desigualdades sociales. Por un lado, más de 500 millones de chinos salieron de la pobreza en el transcurso de tres décadas gracias a un índice de crecimiento anual medio del PBI del 9,9%. Por otro lado, el índice de Gini no para de subir, llegando por lo menos a 0,47 (0,61 según fuentes no oficiales), superando ampliamente la línea roja pautada en 0,40, considerada como tolerable.
China se ha convertido así en uno de los países con mayor desigualdad en el mundo, consecuencia de que el gobierno descuidó el tema de la igualdad durante la fase de crecimiento desenfrenado, en beneficio de la eficacia económica, sacrificando así a la población desfavorecida (obreros y campesinos en primer lugar) y dejando que se instale una connivencia entre el poder y el dinero, con una corrupción generalizada y la acumulación rápida de fortunas colosales de una minoría. Según un informe del Banco Mundial, el 1% de los hogares chinos más ricos posee el 41,4 % de la riqueza de los hogares a nivel nacional (cifra muy superior al índice de la fortuna en los hogares en el mundo: 29,7 % de los hogares más ricos poseen cerca del 39 % de la riqueza de los hogares a nivel mundial[[Fuente del Crédit Suisse Research Institute, 2011.]] ). Para la opinión pública, la disparidad entre ricos y pobres es, por lejos, el flagelo principal de la sociedad china. Ya ha sido oficialmente reconocido que, si el gobierno no logra frenar la agravación de la disparidad flagrante entre ricos y pobres y reparar la injusticia en la distribución de las riquezas, las consecuencias podrían ser desastrosas. La lucha contra la corrupción y las desigualdades sociales se convierte, por lo tanto, en una cuestión de supervivencia, tanto para el país como para el partido comunista en el poder y de ello depende también el modelo social y político del país. El XII° plan quinquenal prevé un aumento del ingreso medio de más del 7% anual entre 2011 y 2015, así como una reducción de las diferencias de ingresos entre los sectores, las regiones, las zonas rurales y urbanas.
En el campo de la solidaridad internacional, China, que recibió en 1983 su primera ayuda del Banco Mundial, se convierte ahora en el mayor proveedor de fondos de África, concediendo un crédito récord de 20.000 millones de dólares a los países africanos para el período de 2013 a 2015, destinados prioritariamente a desarrollar infraestructuras, agricultura, industria manufacturera y PyMES, lo que muestra una neta diversificación de las actividades chinas en el continente africano, consideradas hasta hace poco tiempo como demasiado centradas en las materias primas. Hasta fines de 2011, China anuló las deudas de los 50 países más pobres y fuertemente endeudados por un monto de 30.000 millones de yuanes (4.800 millones de dólares), en un contexto donde la pobreza absoluta afecta todavía a 150 millones de chinos que viven con menos de 1,25 dólar por día.
El cuarto gran desafío para la nueva gobernanza mundial es el de la democracia. Para China es el reto que parece más difícil y su desenlace probablemente sea el más inesperado. Cien años después de la revolución republicana de 1911, China todavía no ha logrado construir un consenso sobre la pertinencia y el modo de funcionamiento de la democracia. Sesenta años más tarde, el poder del Partido Comunista, nacido de la revolución y de la guerra civil, basa su legitimidad política en la eficacia económica y el mantenimiento de la estabilidad. Ahora bien, para ser un verdadero actor mundial digno de ese nombre, no basta con ser la segunda, o ni siquiera la primera potencia económica mundial. Es necesario también tener instituciones fundadas sobre el consentimiento del pueblo y que funcionen en virtud de una Constitución que garantice los derechos del ciudadano. El verdadero desafío para China después de su éxito económico sin precedentes es iniciar una transición progresiva hacia una democracia constitucional. Hay que reconocer que, bajo el peso de la inercia histórica y político-cultural, China está tardando mucho tiempo en tomar ese camino. Las reformas consideradas a corto y mediano plazo consisten como mucho en moderar el poder del Partido y sanear el aparato del Estado – acaparados por los grupos de intereses que cuidan sus privilegios -, es decir, en pocas palabras, a “fortalecer y mejorar el papel dirigente del PCC”.
¿Podemos confiar en el monopolio del partido único para resolver los problemas del control y del equilibrio de los poderes, de la independencia de la justicia, de la nacionalización del ejército[[En China, el ejército está bajo las órdenes del Partido Comunista.]], de la libertad de asociación y la libertad de prensa? Esta pregunta se plantea de un modo cada vez más incisivo. En última instancia, la solución vendrá de la toma de conciencia general de la población china de esta tarea histórica: después de ganar la libertad de la nación, ganar la del pueblo y la del ciudadano. Desde esta perspectiva, la diáspora china (cerca de 50 millones de chinos que viven en más de 160 países o territorios) tiene un papel significativo para jugar. En la era de la mundialización y de internet, podemos decir que ya conforma una nación-diáspora en el proceso instituyente de una comunidad mundial que comparte una base de valores éticos en común.