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Gobernanza

Fecha de creación

Jueves, Abril 7, 2016 - 07:28

Se entiende por gobernanza la capacidad y acto de tomar decisiones colectivas en un territorio o comunidad determinada, que puede abarcar desde una familia hasta el planeta entero, y desde las políticas públicas a la empresa, el asociacionismo o la gestión de redes virtuales, y el conjunto de procesos y resultados que derivan de esta capacidad. La gobernanza puede aplicarse a diferentes escalas del territorio y sectores de toma de decisiones, manteniendo ciertos principios comunes, como veremos. Ejemplos de ello, entre muchos otros, son la gobernanza de los sistemas de información, la gobernanza de internet, la gobernanza de la ciencia y la tecnología o la gobernanza de la familia. La gobernanza no equivale a sistema de gobierno o al conjunto de las políticas públicas de ese gobierno, sino al sistema formado por actores, especialmente instituciones, relaciones, normas y procesos, relativos a la toma de decisiones. La necesidad de conceptualizar las situaciones de interdependencia que se multiplican con la mundialización, ha llevado a recrear un concepto que las pudiera explicar, allá donde la noción de gobierno resultaba insuficiente para definir la complejidad generada por la participación de muchos actores en los procesos de toma de decisión. Desde esta perspectiva el caso de un Gobierno de un Estado-nación ejerciendo su poder de forma unilateral hace cien años, por ejemplo, con una escasa interferencia de actores externos, representa sólo un tipo o un caso específico de gobernanza, a pesar de que el concepto se suele aplicar al estudio de casos en el que existe una estructura de relaciones decisionales menos vertical y más compleja que la de las estructuras clásicas de gobierno.

Un concepto explicativo para un nuevo paradigma político.

El término gobernanza deriva del griego κυβερνάω (kubernân), que significa pilotar una nave o un carro, aunque Platón lo usó metafóricamente como el modo de gobernar las personas. En francés y otras lenguas europeas, en la baja edad media, se entiendía la gobernanza como el “arte o manera de gobernar”, y era sinónimo de gobierno, adquiriendo un sentido explícitamente jerárquico. Más adelante el concepto dejaría de ser usado hasta que a partir de 1939 reaparece en Norteamérica en el ámbito de la gestión empresarial. En los años 1980 con el ascenso de las políticas liberales se recupera en el pensamiento administrativo para definir un nuevo modo de gestión de lo público en el contexto de los procesos de descentralización y de privatización en muchos países. Por ejemplo, el Banco Mundial, y siguiendo su ejemplo, muchas instituciones y agencias de cooperación y desarrollo, lo recupera con miras a establecer criterios para legitimar sus ayudas al Tercer Mundo que permitan evaluar la manera en que el poder es ejercido en un determinado país, asociando la pobreza a una “mala gobernanza” que se caracteriza por la ineficiencia, la ausencia de democracia y la corrupción, pero premiando al mismo tiempo en sus análisis de “buena gobernanza” a los gobiernos que siguen sus dictámenes neoliberales de ajuste estructural con privatizaciones, recorte de servicios sociales y restricción salarial entre otras medidas de austeridad draconiana.

Frente a esta concepción tecnocrática, minimalista y arbitraria de lo público, a partir de los años 1990 aparecen diversas reflexiones y estudios en las que se asocia la gobernanza a la crisis o a la transformación del modelo tradicional de Estado, concentrándose esta vez en el Primer Mundo, y a la necesidad de dotar de sentido y de legitimidad la nueva arquitectura del poder. Para ello, se asocia el concepto de gobernanza a situaciones de mayor autonomía y pluralidad en la toma de decisiones, que requieren un refuerzo de las responsabilidades compartidas y de la elaboración de consensos y de normatividad. El nuevo rol atribuído al Estado sería el de coordinador, facilitador y legislador de servicios públicos organizados por diferentes instituciones y organismos públicos y privados, incluyendo las instituciones locales y con el apoyo de las instituciones internacionales.

Sin embargo, diferentes respuestas a esta visión critican por un lado el hecho de que ignora las relaciones de fuerzas ocultas bajo la situación ideal de consenso entre iguales para las tomas de decisiones, o por otro lado acusan este planteamiento de legitimar intelectualmente el proceso de erosión de los estados del bienestar. En parte como respuesta a esta situación y en general por las divergencias y la ambiguedad generada entre los diferentes responsables en la toma de decisiones sobre el uso del concepto gobernanza, crecerá el interés por la metodología, y así en 2009 Marc Hufty elabora el “Marco Analítico de la Gobernanza”, una metodología interdisciplinaria de diagnosis de las situaciones de gobernanza y de las políticas sociales, que se caracteriza por trabajar con cinco factores principales: problemas, actores, normas, procesos y puntos nodales, cuyo análisis ha de servir para evidenciar el desfase entre discursos y realidades y los juegos del poder escondidos en cada relación social e institucional.

Estos trabajos analíticos, lejos de discriminar las primeras perspectivas normativas de las dos últimas décadas del siglo XX, pueden ayudar a complementarlas y madurarlas, aportando información sobre prácticas, estrategias de interacción y reglas de juego en diferentes contextos. Desde un planteamiento normativo, se han usado a menudo los conceptos de “buena gobernanza” o de “gobernanza legítima” para definir la calidad de la gobernanza de acuerdo a determinados criterios. En ese sentido y para empezar, el propio criterio para determinar lo que es legítimo e ilegítimo en materia de gobernanza precisa de un ejercicio comparativo entre prácticas de gobernanza en diferentes contextos que permitan enunciar ciertos principios generales. Un primer análisis puede escudriñar todas las relaciones posibles en un sistema de gobernanza, con cada sector de actividad, con los actores sociales, con cada escala del territorio y con el medio ambiente. Pero no bastaría con identificar las relaciones con cada uno de estos elementos sino que debería valorarse su calidad.

Las diferentes corrientes de la gobernanza han evolucionado paralelamente a este transcurso desde los trabajos de tipo pragmático hacia los estudios más elaborados. La primera corriente, la gobernanza de las organizaciones, apareció a principios del siglo XX y se desarrolló especialmente en los años 1970 con estudios sobre las empresas y las universidades, constatando mediante el estudio de los mecanismos y actores que permitían la coordinación entre las partes, que la gestión de las organizaciones, aunque formalmente jerárquica, no lo era, o sólo parcialmente, en muchos casos. Una segunda corriente aplicó el concepto de la gobernanza a las relaciones entre diferentes tipos de actores internacionales para significar la ausencia de una autoridad política global: nacía así la gobernanza mundial. Este sistema vió multiplicarse los actores, las categorías, las escalas de gestión involucradas y los acuerdos internacionales, sobrepasando en su análisis el carácter puramente interestatal de las relaciones internacionales para incluir entre otros a la sociedad civil, a los movimientos y redes sociales y ciudadanas internacionales, a las grandes corporaciones, a los sindicatos, a las instituciones internacionales y a los lobbies y grupos de todo tipo, y subrayando aspectos como los intereses, las interdependencias, los procesos y los conflictos entre ellos. Una tercera corriente, llamada “gobernanza moderna”, representa la tendencia de los gobiernos neoliberales a partir de los años 1980 para justificar las privatizaciones y el vaciado de competencias de los Estados, tal como se ha explicado anteriormente. Una última corriente que se puede llamar “gobernanza democrática” maneja herramientas técnicas como las anteriores pero sostiene que la gobernanza es ante todo un proceso político y debe servir para llevar a cabo reformas en favor de mayores cuotas de igualdad y de justicia social. Desde corriente se defiende a veces la necesidad de avanzar principios éticos y objetivos sociales para elaborar lo que a veces se ha llamado también una “nueva gobernanza”

Desarrollar una nueva gobernanza

Uno de los elementos orientadores que han ayudado a madurar la comprensión y la necesidad de mejora de los sistemas de gobernanza ha sido la generación de principios y objetivos. Como fenómeno social la gobernanza debe extraer sus principios de la experiencia y al mismo tiempo debe osar proponerlos para contribuir a un refuerzo de los valores democráticos y solidarios necesarios para mejorar las sociedades. Pero desde una perspectiva política y ciudadana los trabajos analíticos no son los espacios adecuados para dictaminar cuáles han de ser las reglas de juego, sino que el trabajo intelectual ha de consistir en acompañar las dinámicas ciudadanas. Partiendo de la premisa de que la soberanía reside en el pueblo, una sociedad democrática debe otorgar a la comunidad ciudadana la potestad de participar en la construcción de las reglas mediante la elaboración de códigos de conducta, cartas, contratos sociales y constituciones. Además, la participación ciudadana es la mejor manera de incorporar y asimilar las reglas de gobernanza por la propia ciudadania y contribuir así a una sociedad y a una clase política, sociológicamente hablando, menos corrupta, más responsable y más eficiente desde un punto de vista social.

He aquí algunos principios o condiciones que debe cumplir una gobernanza legítima, expuestos en los años 1990 por la red activista Alianza por un Mundo Responsable, Plural y Solidario:

1. Responder a un interés común explícito y perseguido. Cada comunidad ha de saber formular su interés general y actuar de manera que los métodos y las acciones de la gobernanza respondan al desempeño de este interés o bien común. La generalización del fraude fiscal y de la corrupción así como la liberalización desenfrenada de los servicios públicos como un medio de hacer negocio, son ejemplos de actuaciones que distan enormemente de ese ideario compartido. En otros casos como la comunidad mundial o muchas comunidades sectoriales entre otros, el problema se sitúa también en la ausencia o el desconocimiento de la existencia o de la necesidad de formular su interés común de manera explícita.

2. Fundarse en valores y principios practicados también individualmente. Sin una cultura del compromiso particular de cada persona con los valores colectivos que por otro lado como cuidadanos esperamos verse cumplir en nuestras instituciones y entre nuestros gobernantes, éstos nunca impregnarán nuestros sistemas de gobernanza en los que sus actores son personas como los demás. Como se ha señalado, una buena manera de alcanzar mayores grados de responsabilidad política y ciudadana y de coherencia entre lo individual y lo general, es mediante la puesta en marcha de procesos colectivos de redacción de códigos de conducta o cartas de las propias comunidades. Estos procesos ayudan a una progresiva reapropiación colectiva de los valores considerados.

3. Ser equitativo. La legitimidad de la gobernanza se funda también en el sentimiento de igualdad, según el cual en la práctica, y no solamente sobre el papel, toda persona, comunidad o país, debe beneficiarse de un trato similar entre sus iguales y su voz ser escuchada y considerada independientemente de su poder o de su riqueza. Al mismo tiempo deben exigirse a todos las mismas responsabilidades y aplicárseles las mismas sanciones.

4. Disponer de mecanismos efectivos de evaluación y sanción. El poder se ejerce de acuerdo a unas reglas establecidas y sus actores deben utilizarlo en beneficio del bien común. Para garantizar que esto sea así se precisan mecanismos efectivos de transparencia, rendición de cuentas, justicia y sanción aplicables a todas y cada una de las instituciones, organismos, mandatarios y funcionarios que ejerzan la gobernanza de una comunidad determinada.

5. Aplicar el principio de mínima restricción. La persecución de un objetivo de interés general no debe realizarse en detrimento de otro (por ejemplo, más libertad con menos solidaridad o más diversidad con menos unidad), en lugar de eso el desarrollo en paralelo de todos los valores que forman parte de un bien común compartido permite que la práctica de cada uno de ellos se enriquezca con la presencia de los demás. Por ejemplo, un avance importante en el proceso de descentralización de un Estado obliga a refundar los lazos de unión desde una perspectiva de mayor libertad de acción y mayor responsabilidad de las partes implicadas al mismo tiempo, bajo un criterio de obligación de resultado.