La mundialización, entendida como la aceleración de las interdependencias entre todo tipo de actores a escala planetaria, que ha tenido lugar en las últimas décadas del siglo XX y el principio del siglo XXI, ha visto aparecer y multiplicarse ideas y análisis sobre qué tipo de comunidad mundial es deseable. Ante el desafío de la emergencia de la comunidad mundial y de la reducción de protagonismo de los Estados, el debate sobre cómo organizar políticamente el mundo en el que queremos vivir se hace más profundo y urgente. Pero más allá de las reflexiones y propuestas sobre aspectos organizativos y principios abstractos, en el contexto de una mundialización que parece irreversible, reaparecen con fuerza cuestiones de sentido y de sentimiento colectivo que siempre han sido aspectos imprescindibles en los procesos constituyente de una comunidad política, y en torno a ellas se desarrollan planteamientos que serán sin duda claves para determinar el nuevo mundo que se está gestando. He aquí algunas preguntas que seguramente la humanidad deberá plantearse en los próximos años:
¿Qué es el ser humano, en cualidad de individuo, de sociedad y de especie? ¿Cuál es nuestro lugar en el universo? ¿Por qué queremos estar juntos, y en qué condiciones? ¿Qué nos une y qué nos separa en la actualidad? ¿Qué debería unirnos y diferenciarnos en un mundo mejor? ¿Cómo debemos gestionar emocionalmente nuestras relaciones sociales y geoculturales?
Entre los fenómenos que han conducido a la emergencia de una consciencia planetaria, Edgar Morin apunta los siguientes: la persistencia de una amenaza nuclear global; la formación de una consciencia ecológica planetaria; la emergencia de las economías del Tercer Mundo; el desarrollo de una mundialización de la cultura; la posibilidad técnica de una participación a escala planetaria, y la imagen de la Tierra vista desde la Luna por primera vez.
Pero cabe decir que construir una visión común o una “identidad” para el planeta es una tarea que debe hacerse con precaución. Se trata de una misión que conlleva el riesgo de engendrar una agenda uniformadora y negadora de las diferencias culturales o filosóficas, portadora de un mesianismo que anhela un ideal perfeccionista, o aún peor la antesala de un proyecto totalitario, o por otro lado propagadora de un supremacismo cultural tal como ha sido el caso de la cultura occidental durante el periodo colonial y en la actualidad mediante las múltiples dimensiones del neocolonialismo. Para algunos, el propio uso del concepto de “identidad” para definir un conjunto de elementos comunes a la escala mundial puede ser contraproducente, y quizás sería mejor hablar sólo de un “criterio mínimo” de valores éticos que deberían ser consensuados mediante un proceso de diálogo planetario entre las diferentes culturas y civilizaciones.
Algunos prerrequisitos para una identidad mundial
Unidiversidad. Se entiende por “unidiversidad” la situación dialógica entre lo que nos une y lo que nos separa. Aceptar este prerrequisito implica situar la empatía hacia lo diferente en el núcleo de este proyecto. La unidiversidad se compone en primer lugar de la diversidad entre culturas, y en segundo lugar del diálogo y la retroalimentación entre éstas y lo universal. La identidad mundial no sólo no puede construirse negando o amenazando una comunidad particular (nacional, religiosa, racial, etc.) sino que debe abrigarla, adoptarla y nutrirse de sus valores e ideas para construir el imaginario común. En ese sentido se debe rechazar el uniformismo y exclusivismo propios de los nacionalismos, y también la competitividad a cualquier precio, propio de las “identidades” corporativas.
Equilibrio. La armonía entre lo uno y lo múltiple debe ser una condición que atañe no solo a la esencia plural de los cimientos multiculturales del planeta, sino a la práctica del poder. En este sentido es necesario saber conciliar la solidaridad con los otros con la subsidiariedad en la toma de decisiones que garantice la autonomía de las diferentes comunidades del planeta. Entre autonomía y redistribución se precisa un equilibrio que ha de observarse no necesariamente como una norma pero si como una práctica permanente verificable.
Apertura y autocrítica. Es preciso construir valores y principios abiertos a una interacción permanente en el marco de la comunidad de comunidades que constituyen los siete mil millones de habitantes. Hacen falta espacios de diálogo y participación que den un carácter permanente al proceso constituyente de elaboración de los valores y reglas comunes, fundadas en la convergencia equilibrada de visiones de las diferentes sociedades e identidades del globo. Ningún valor, principio, idea o símbolo deben grabarse con letras de oro sino que deben someterse a un persistente instinto autocrítico colectivo.
¿Una narrativa común?
Según Heikki Patomäki, la dimensión planetaria ha estado nutriéndose de elementos constitutivos tales como prototipos, metáforas y relatos comunes aparecidos en los últimos cuatro o cinco siglos. Sin embargo, fueron las revoluciones francesa y americana las que dieron nacimiento a un embrión de imaginario global, mientras que el siglo XIX vio aparecer las primeras instituciones internacionales. En el siglo XX el adelanto tecnológico de los transportes y las comunicaciones dio lugar a una compresión espaciotemporal que desarrolló una nueva consciencia mundial. En este siglo se vieron suceder eventos indudablemente globales como la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, las descolonizaciones, la aceleración de la mundialización o internet, entre muchos otros. Según este autor a principios del siglo XXI contamos ya con algunas metáforas mundiales como el “supermercado global”, la “aldea global” o la “nave espacial Tierra”. Ciertos elementos de narrativa planetaria han de ayudarnos a visualizar la Tierra como nuestro hogar común. Por ejemplo:
La consciencia de un espacio compartido. La humanidad forma parte del planeta en el que vive, e interactúa con la naturaleza en un marco sistémico de vida, la biosfera, que a su vez forma parte del Universo. La metáfora de la “nave espacial Tierra” puede ayudar a hacernos entender que formamos parte de un sistema cerrado (nuestra presencia más allá de la Tierra es todavía muy reducida) en el que cualquier acción parcial tiene consecuencias, a veces imprevisibles, sobre la totalidad.
Una historia y un patrimonio comunes. Una historia que se inicia en los orígenes del universo, la formación del planeta y la aparición de la vida hace millones de años así como de la gestación de la humanidad. Es una historia descentralizada, capaz de valorar el desarrollo de cada cultura humana y sus relaciones. Una historia no basada en las aspiraciones de una civilización determinada como la occidental, sino generadora de nuevos mitos y sueños que contribuyan a construir una nueva política transformadora. Esta historia puede beber de actuales corrientes como la Gran Historia y la Historia Mundial. Por otro lado forma parte de la narrativa mundial un patrimonio común natural y cultural, material e inmaterial, constituido por naturaleza, ciencia, tecnología, religiones, costumbres, idiomas, etc., que se debe apreciar, preservar y promover.
Un espectro común de finalidades. Más allá de las diferencias culturales, religiosas, lingüísticas u otras, las sociedades han compartido a lo largo de la historia un abanico de finalidades similares que abarcan desde la propia supervivencia, la lucha por la vida y contra la muerte, el sacrificio, la generosidad, la búsqueda del conocimiento y de la felicidad, o las estrategias de conservación y expansión tales como por un lado la reclusión histórica de China al mundo exterior, posterior a los viajes de Zheng He, y en el otro extremo la aventura europea en América.