En el transcurso de la historia el concepto de “imaginario” ha tenido diferentes acepciones. Primero se definió por oposición a lo real para representar lo quimérico. La visión de una imaginación portadora de falsedad vehiculada por el monoteísmo cristiano, al igual que la lógica binaria coronada por el cartesianismo, desvalorizan la imagen y la relegan al terreno de lo fantástico.
Sin embargo el movimiento romántico, y luego las nuevas ciencias del hombre del siglo XX, devuelven a la imagen y al símbolo toda su importancia. La reflexión en torno a una teorización del imaginario es fruto de la “revolución epistemológica” [1] de ese siglo, con la invasión de las tecnologías de la imagen, la importancia que cobra el psicoanálisis, el surgimiento de las nuevas teorías de la física, la explosión de la etnología y la antropología [2]. Gilbert Durant afirma que nuestra época está viviendo una inmensa “remitologización”. Esas mutaciones dieron al imaginario un estatus de instancia activa en la relación del hombre con el mundo. Claude Lévi-Strauss decía que la sociedad es el producto de un simbolismo compartido. Ahora bien, ese simbolismo estructura las acciones y los afectos de las sociedades, pues el “imaginario colectivo” tiene un potencial muy fuerte de movimiento hacia la acción, y tanto puede crear vínculo social como desatar guerras. Nacido de las representaciones del grupo, el imaginario se expresa tanto en los discursos ideológicos como en las revoluciones de los sistemas políticos. Los símbolos se encuentran por ende como raíces de los valores políticos y como herramientas del discurso. No hay política sin símbolos y es necesario aprehender, en la reflexión sobre la gobernanza, a la imaginación como el proceso mediante el cual se realiza la representación simbólica.
Detrás de la cuestión de la pertinencia del imaginario en las ciencias humanas se encuentra la de la aprehensión del inconsciente y de lo subjetivo del Hombre. Platón sostenía que es posible acceder al conocimiento de las verdades indemostrables gracias al lenguaje del mito. Para Kant, en cambio, el campo metafísico es imposible de conocer y los esquemas de la razón prevalecen por sobre la imaginación. Sin embargo, a través de las teorías de F.W. Schelling, Arthur Schopenhauer o Friedrich Hegel, la imaginación y la estética van ocupando un papel protagónico. Así, en el siglo XX, la formalización de las teorías del imaginario se desarrolló mucho, en particular gracias a la psicología freudiana, donde las imágenes aparecen como las mensajeras del inconsciente. Para el discípulo de Freud, Carl Jung, los imaginarios personales se arraigan en el inconsciente colectivo, vasto reservorio de arquetipos, es decir “de imágenes universales presentes desde los tiempos más remotos” [3]. Jung recuerda que es ilusorio negar la importancia de la capacidad del hombre para imaginar, ya que la psiquis humana está dividida en dos partes: una tiene que ver con su capacidad para conceptualizar, en particular a través de las ciencias, y otra con su capacidad de soñar, siendo la poesía su principal expresión. Así pues, la imaginación y la fantasía aparecen como un atributo estructurante del comportamiento humano que obedece a una gramática del imaginario.
Gastón Bachelard es quien sienta las bases de una teoría del imaginario y revoluciona el pensamiento filosófico de principios del siglo XX, definiendo a la imagen como instancia primera del psiquismo y considerando que los conceptos se construyen en un segundo momento. De esta manera el Hombre, antes de pensar…¡imagina! La imaginación es el proceso de creación y de deformación de las imágenes. A continuación de Bachelard, Mircea Eliade y sobre todo Gilbert Durand investigaron sus estructuras universales, desarrollando un sistema dinámico, organizador de imágenes.
Para los teóricos del imaginario, el hombre es entonces un animal symbolicum y la imaginación se encuentra en el centro de la vida y de la mente. El imaginario se entiende aquí como “el mundo de las imágenes y de las representaciones” [4]. Es un proceso de representación de los símbolos, “instancias fundadoras de sentido” que ponen al hombre en relación con su medio [5]. El imaginario se construye en el intercambio continuo de la dimensión subjetiva con el medio cósmico y social, lo que Durand denomina el “trayecto antropológico”. Es decir que primero está la percepción de una intimación objetiva que proviene del entorno social, sobre la cual se inserta un sentido subjetivo. Así pues, esas representaciones subjetivas que el individuo crea a partir de la realidad objetiva se reagrupan en el seno de sistemas de interpretación destinados a producir sentido. Dicho sentido tiene una carga emocional que orientará la estrategia social. De esta manera, un cambio en esas representaciones acarrea potencialmente modificaciones en las maneras de comportarse. El esquema (Durand) es la estructura funcional de la imaginación, ya que empalma los gestos reflexológicos del individuo con las representaciones imaginales. [6] Tres conceptos son fundamentales para entender el proceso de imaginación simbólica: el signo, la imagen y el símbolo.
La imagen, en el sentido de “imagen simbólica”, es la unidad simple del imaginario. Es una representación mental en relación a un modelo real. En efecto, el término imagen tiene la misma raíz griega que el verbo “imitar”. La imagen es por lo tanto la primera prueba de la actividad imaginaria humana. El signo, según los trabajos de lingüística de Ferdinand de Saussure, es la combinación del significado, el concepto o la representación mental de una cosa, y del significante, es decir la imagen acústica de una palabra. El signo es arbitrario. Así pues, la “representación (es) propia de las artes plásticas, mientras que el análisis de los modos de significación es propio de las ciencias del lenguaje” [7]. La simbolización en cambio, hija de la representación y la significación, se relaciona con el imaginario. Como el símbolo puede ser una imagen o una palabra se basa en la cultura y se inserta dentro de la estructura de significación imaginaria. El símbolo procede también de la unión de un significante y un significado: el simbolizante y el simbolizado. A diferencia del significado del signo, el simbolizado tiene un sentido figurado intrínseco que trasciende su sentido propio. En cuanto al simbolizante, al igual que el significante posee una base material. Sin embargo, ésta puede ser de naturaleza icónica o discursiva. El símbolo opera “la mediación de lo Eterno en lo temporal” [8] y su sentido sólo es aprehensible a través del estudio del proceso de imaginación simbólica. El carácter incompleto, indefinido y flexible del símbolo se ve contrabalanceado por su “redundancia perfeccionante” [9]. En efecto, los símbolos se clarifican mutuamente al repetirse. El imaginario posee entonces una naturaleza sistémica, que envuelve a la totalidad de los símbolos. Hay dos mecanismos de estructuración del imaginario: la metonimia (la imagen es parte de una totalidad, al igual que su reflejo) y el oxímoron (principio de la coincidencia de los opuestos). Así, a pesar de su antinomia, los símbolos se clarifican uno gracias al otro.
Las representaciones se organizan para constituir marcos de interpretación de los símbolos recolectados en el entorno. Los marcos de interpretación se basan entonces en los valores y las normas internalizadas por el individuo, ya que el símbolo está arraigado en la cultura. Cuando son compartidos por todo un grupo, definen la identidad del grupo. Ese imaginario compartido se convierte en lo que le da cohesión social y estructura su relación con la realidad. En Las Formas elementales de la vida religiosa, Emile Durkheim hacía hincapié en la importancia del simbolismo social para las sociedades. Para Durkheim, el grupo necesita representarse su unidad de un modo sensible para poder pensarse como grupo. Necesita simbolizarse para definirse. En efecto, la creación de una conciencia colectiva requiere que el grupo comparta signos y símbolos que le permitan experimentar sentimientos sociales. Un grupo se forma desarrollando sus símbolos, sus valores y sus normas. La vida social nace en el simbolismo, y el imaginario es un componente esencial de las sociedades modernas. Según Edgar Morin, el homo sapiens es también homo demens. La sociedad se erige a través de la creación de imaginarios sociales que vinculan a los hombres y dan sentido a su accionar. Las religiones, las ideologías o las utopías políticas proporcionan creencias comunes que estructuran el vínculo social a través de un imaginario colectivamente compartido. Durkheim también veía en las creencias y los ritos sociales expresiones de lo sagrado a través de un simbolismo compartido, la manifestación de una conciencia colectiva [10]. Una sociedad sólo existe si se constituye como comunidad simbólica. Ese simbolismo es objetivo, puesto que crea una comunidad entre los miembros del grupo.
Efectivamente, el cerebro humano percibe y se representa al mundo de una manera deformada o hasta errónea en virtud de la limitación de los órganos sensoriales y de la preponderancia de los procesos emocionales. La memoria humana no es perfecta, reconstruye el pasado y opera varias transformaciones sobre lo real gracias a la imaginación. El testimonio es una reconstrucción de lo real donde los hechos sufren modificaciones según distintos procesos tales como la supresión, la dilatación o el agregado. Como los recuerdos suelen ser caóticos y discontinuos, la invención de elementos corrige entonces la memoria para disimular las insuficiencias o aliviar los traumatismos. La imaginación ayuda pues a traducir y reorganizar lo real. Esa recreación de la memoria ayuda a manejar los afectos y acarrea una alteración de la objetividad del hecho histórico. La historia contada será el elemento esencial de la definición de la identidad del grupo. Sobre esa historia se construirá un sistema de valores compartidos y por lo tanto de símbolos comunes al grupo. Esa historia contaminada por la imaginación y traducida en afectos será transmitida a las generaciones futuras. De este modo, la historia se convierte en relato mítico, creador de identidad y vector de cohesión social, pues la imaginación es estéticamente fundadora y definitivamente portadora de una energía moral.
El mito es un sistema activo más “verdadero” que real en sí mismo. Se revela en la historia pues, al formar parte de un tiempo total, su evento fundador puede ser recordado en cualquier momento de la historia del grupo. No se trata solamente de un tiempo cíclico ya que, tal como lo explicaba Mircea Eliade, el mito se regenera al ser traído al tiempo presente. En efecto, las imágenes del presente son analizadas por el individuo en función de los valores construidos en el seno del mito original. Ese proceso es el que reactiva el mito. Se trata pues de un sistema activo de relación doble de definición/regeneración, que sería más una hélice que un ciclo.
Si los símbolos son creadores de identidad y de cohesión social, también son regularmente instrumentalizados en las situaciones de conflicto. Son movilizadores y apuntan directamente a las raíces de la identidad del grupo. Pueden, por lo tanto, orientar la acción. En efecto, si la magnitud y la diversidad del imaginario permitieron las más bellas creaciones de nuestra cultura a través del arte, de las ciencias humanas y físicas y de la posibilidad de imaginar un futuro, también permitieron la histeria colectiva de las ideologías del siglo XX.
Los grandes modelos políticos como las utopías sociales erigen símbolos apoyándose en otros. Presentes a lo largo de toda la historia, en diferentes formas, son indispensables para el hombre, en la medida en que materializan el imaginario colectivo en el tiempo y el espacio. Los símbolos tienen el poder de legitimar el modelo. El modelo de mundialización en el cual evolucionamos, esta “aldea global”, es decepcionante en su realización práctica porque no alcanza los objetivos morales iniciales. Como la “aldea planetaria se ha convertido en un apartheid planetario” es necesario imaginar un nuevo modelo. Lo simbólico y las representaciones mentales son constitutivos de la base ética de las sociedades. Por eso los encontramos tanto en la religión como en la ideología política como elementos estructurantes de la acción política y de la organización social. Y por eso también resulta esencial hoy en día dejar atrás la “pedagogía positivista” para dirigirse hacia una “pedagogía del imaginario” [11] .
Pensar una nueva gobernanza significa quizás identificar lo que Jung denominaba los arquetipos: esas instancias originales y universales del imaginario que se manifiestan a nivel cultural en los símbolos. Comúnmente compartidos, los arquetipos son estables en el tiempo y en el espacio, y pueden servir de herramienta de análisis para la definición de valores globalmente compartidos sobre los cuales fundar un sistema de gobernanza. Además, el imaginario, al ayudar a aprehender las raíces de los conflictos y desmontar la instrumentalización que se hace de los símbolos, puede ayudar a tomar en cuenta y a pacificar las tensiones que pueden aparecer en el proceso de elaboración de una gobernanza mundial.
[1] G. Durand, Introduction à la mythologie, París, Le Livre de Poche, 1996, pág.13
[2] Valentina Grassi, Introduction à la sociologie de l’imaginaire, Éres, 2005, pág.22.
[3] C.G. Jung, citado in Valentina Grassi, Introduction à la sociologie de l’imaginaire, Éres, 2005, pág.27.
[4] En ciencias sociales, el concepto de “representación” es aprehendido como “producto y como proceso de una elaboración psicológica de lo real” (Denise Jodelet, Représentations sociales : phénomènes, concept et théorie, in S. Moscovici (éd.), Psychologie sociale, París, PUF, 1984), y sobre su “función concreta de construcción de lo real” (Claudine Herzlich, Santé et maladie, analyse d’une représentation sociale, París, Mouton, 1969), punto extremadamente importante.
[5] O Imaginal según la terminología de Henry Corbin.
[6] G. Durand, Les structures anthropologiques de l’imaginaire, París, Dunod, 1992, pág.61.
[7] Valentina Grassi, Introduction à la sociologie de l’imaginaire, Éres, 2005, pág.14.
[8] G. Durand, L’imagination symbolique, París, PUF, 1998, pág.129.
[9] Ibid., pág.15.
[10] “Lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia, y no un momento de la historia de la conciencia”, in G. Durand, « Structures », Eranos 1, París, La Table Ronde, 2003.
[11] G. Durand, L’imaginaire, science et philosophie de l’image, París, Hatier, 1994, pág.19.