Durante cinco mil años, desde el primer imperio acadio hasta la caída de la Unión Soviética, las sociedades se organizaron en imperios, preocupados principalmente por su seguridad y su expansión en cuanto las relaciones de fuerza les resultaban favorables. Hasta la época colonial, los imperios se construyeron por continuidad territorial, sin atravesar mares ni océanos. Así pues, los grandes imperios -a excepción de aquéllos del período colonial- fueron prácticamente todos imperios asiáticos. Egipto, Mesopotamia, Irán o China, por ejemplo, fueron matrices de imperios en diversas épocas de duración a veces considerable.
El concepto de imperio puede definirse por la dominación ejercida por un emperador o un gobierno sobre poblaciones de orígenes étnicos o religiosos diferentes. Implica una expansión territorial realizada por medio de la violencia y mantenida por la intimidación y el brillo de su prestigio. Los imperios apuntan, cuando son poderosos, a establecer una paz basada en un statu quo que les resulta favorable. Amenazados desde el exterior y socavados por crisis internas, se desmoronan cuando son excesivamente extensos o por desgaste, cuando va declinando su voluntad imperial.
Ni Sargón de Acadia, el primer emperador de la historia, ni Darío 1°, que edificó el mayor imperio de la Antigüedad, ni Gengis Kan, amo del más amplio imperio continental que el mundo haya conocido, tenían nociones de cartografía, pero supieron utilizar estratégicamente el espacio y sus limitaciones con el fin de crear y mantener el sistema de gobernanza más extendido nunca visto. En efecto, cuanto más grande es un imperio, es más poderoso, pues tiene que serlo para conservar el control. El tamaño de un imperio es por lo tanto sinónimo de poder y el espacio físico administrado demuestra la capacidad de gestión del Palacio. Así, el advenimiento de los imperios requiere un desarrollo de nuevas capacidades de gestión, de manera tal que se recolecte la información necesaria para proteger mejor las fronteras, guardando el centro bajo control.
Según Ibn Jaldún, el poder reside en la capital y el lujo del poder reside en su capital. La capital es por lo tanto testimonio del poder real o gubernamental, es reflejo de la fuerza del poder que refleja la paz política, la diversidad social y la riqueza del imperio. En efecto, el poder no puede dominar completamente al conjunto de su territorio. Lo importante es controlar las fallas interiores del imperio estigmatizando a la oposición y supervisando al mismo tiempo las fronteras. El Palacio puede también crear sus propias zonas de rodeo, permitidas, de forma tal de frenar los riesgos de implosión.
Aunque sea esencial mantener su ciudad capital, símbolo del imperio, el poder también debe estar presente localmente. Así, para perdurar, deberá de todos modos transferir una parte de su autoridad y descentralizarse, con el fin de evitar una gestión directa de los grupos sometidos a su dominación. Tal como lo señala Hamit Bozarslan, el imperio no es una “fábrica de ciudadanos” y su viabilidad “exige el reconocimiento en su seno de entidades administrativas derogatorias” [1]. Estos diferentes organismos administrativos instaurados también tienen un valor representativo de los pueblos sometidos que, tal como lo indica Bozarslan, forman parte de la población “so pretexto de ser interlocutores privilegiados”. Se instaura entonces una relación entre el centro y las periferias, a veces alejadas a varios miles de kilómetros. “El poder está adonde está el rey”, escribía Pierre Briant. Es esencial por lo tanto que el rey sea visto, que se desplace y visite a los demás polos de poder para legitimarlos.
El análisis de Serif Mardin en el caso del imperio otomano puede ser generalizado. Para este sociólogo un imperio, para conservar el control, tiende a racionalizar al extremo el uso de los medios coercitivos de los que dispone para hacerlos eficaces. Es por ello que se privilegiarán la negociación y el establecimiento de un “contrato” donde a cada una de las partes le conviene adherir al orden establecido.
El imperio se basa en una jerarquía estricta que limita los poderes individuales para evitar los desequilibrios y la ruptura del statu quo. No hay noción de igualdad, sino un contrato cuyo papel es el de tranquilizar a las pasiones conservadoras aportando seguridad a los sujetos del imperio. Dicho proceso de sumisión y renuncia descrito en las tesis de Thomas Hobbes o de Ibn Jaldún se consolida mediante el sistema impositivo. La retención del impuesto permite establecer un sistema de redistribución productor de obediencia que apoya al poder por necesidad. Además, tal como lo precisa Maxime Rodinson, esto permite internalizar la relación de dominación y de subordinación impuesta por el Imperio [2]. Así pues, los Hombres renuncian a las armas a cambio de la seguridad de la ciudad, materializada por un cuerpo militar profesionalizado. El proceso de pacificación, simbolizado por la deposición de las armas, se hace a cambio de una renuncia a la libertad y de la aceptación del control del poder central. Señalemos sin embargo que toda sociedad así definida presenta espacios de disidencia (al margen pues están por fuera del orden) que no se benefician con el confort de la polis.
No igualitaria, dominadora, despótica y por momentos muy coercitiva, la “solución Imperio” logró, pese a todo y durante mil años, integrar y de ese modo pacificar múltiples dinámicas centrífugas. La estratificación entre las comunidades que la componen impide el surgimiento del individuo entendido como ciudadano, pero no descarta por ello otras formas de civilidad que permiten la paz interna. En efecto, si al dictar el derecho el poder es el único administrador de justicia, al definir el marco organizacional de la sociedad permite la unificación de las normas y la constitución de un espíritu de cuerpo. El impero construye un marco universal que se inscribe en un tiempo prolongado, sin imponer una temporalidad única, dejando así una amplia autonomía definida a los grupos periféricos.
Aunque el monopolio de los medios de coerción, la seguridad y la redistribución apoyan la legitimidad del poder central, señalemos también que, como en todo sistema de gobernanza humana, la religión y más tarde la ideología política son primordiales para el fortalecimiento de su prestigio y legitimidad. Así, lo espiritual, lo ético y lo utópico le resultan esenciales para no recurrir sistemáticamente a su poder coercitivo, o a los juegos de cooptación de segmentos sociales.
[1] Hamit Bozarslan, Sociologie politique du Moyen-Orient, Paris, Éd La Découverte, coll. Repères, 2011, pág. 84.
[2] Maxime Rodinson, Peuple juif ou problème juif ?, Paris, Maspero, 1981.