La dimensión de lo legítimo afecta a la gobernanza en general, es decir al ejercicio del poder en todo tipo de organizaciones, tales como instituciones políticas, empresas, organizaciones de la sociedad civil, redes informales, así como a la actuación de personas individuales o a la validez de leyes determinadas. Un actor o una institución determinada son legítimos en la medida en que la población considera el conjunto de su actuación apropiada respecto al sistema de valores y de reglas de esa sociedad, e independientemente que concuerde o discrepe en grados variables con la orientación y efectividad de su gestión concreta o de su demanda. Así, en una democracia parlamentaria se puede diferenciar la afinidad política entre un gobierno y sus votantes, y la legitimidad política de este mismo gobierno para la mayoría de ciudadanos que aceptan las reglas del sistema político vigente.
Por otro lado la legitimidad supone así aceptar la autoridad de otro por consentimiento y sentido del deber y de una responsabilidad compartida, en lugar de por temor a cualquier represalia. En política y derecho, la legitimidad ha sido a menudo confundida con la legalidad, es decir que se ha intentado confundir la existencia de un sistema de leyes en un Estado o un régimen político determinado, con la aceptación popular de esas leyes o del uso común que de ellas han hecho los gobiernos.
La legitimidad puede fundamentarse alternativa o simultáneamente en diferentes tipos de fuentes:
– Un origen irracional, ya sea de tipo supernatural o histórico, que en el caso de la “legitimidad tradicional” de Max Weber conduce a una respuesta acrítica por parte de los gobernados, mientras en el mandato celestial de la tradición filosófica china (天命, tian ming) se condiciona a una justa conducta del soberano.
– La legalidad (合法, he fa¸o “legitimidad racional-legal” weberiana). La medición de la legitimidad en función del cumplimiento de lo que es legal, olvida cuestionarse el funcionamiento de esa legalidad y consecuentemente obstruye todo progreso de la gobernanza en función de la evolución de las necesidades sociales.
– La capacidad de convicción (“legitimidad carismática” weberiana), que puede poseer el gobernante, independientemente de que la use o no para el bien común.
– La voluntad general. En Mencius es el concepto de primacía del pueblo (民本, min ben), en Rousseau la soberanía popular y en otros autores el consentimiento popular. El príncipe encarna la voluntad general del pueblo, mientras que en las democracias liberales las eleccionas sancionan, al menos formalmente, su cumplimiento.
– El seguimiento ejemplar de las normas y valores comunes por parte del gobernante (仁治, ren zhi o gobierno mediante la virtud), más allá del cumplimiento estricto de las leyes, y de la legitimidad intrínseca que para algunos estas leyes pueden poseer. Se basa en la benevolencia como virtud atribuïble al gobernado y no en el Estado de Derecho.
– El cumplimiento del bien común (Aristóteles) o de la voluntad general (Rousseau, Constant). A veces conlleva un mandato específico, acorde con las necesidades sociales y los intereses ciudadanos de una época determinada, por ejemplo la obtención de un grado de desarrollo y de bienestar para toda la comunidad.
– La capacidad de mediar entre alternativas en conflicto y de organizar la deliberación libre entre iguales que garantice el dinamismo y pluralidad de la voz ciudadana. Una variante es la capacidad de escucha de las minorías en democracia, tales como las minorías culturales, sexuales, etc.
Al entender la legitimidad como una condición basada en las cuatro primeras fuentes de esta lista, se debe matizar la posibilidad de la intercesión de los propios gobernantes para generar su propia legitimación. El estudio de la legitimación incluye pues el análisis de la interacción, el refuerzo y la contraposición entre sus diferentes fuentes y entre los diferentes actores y estructuras concernidos en su generación y perpetuación.
En el escenario mundial, la crisis de la legitimidad afecta a las instituciones políticas pero también a los principales actores financieros, económicos y culturales, y tiene una relación directa con la percepción que una parte más o menos importante de la opinión pública en cada país y región geocultural del mundo, tiene de la ética y la justicia sociales, de los horizontes o metas generales que deberían alcanzarse para cumplir ese estado de justicia y del hecho de no existir indicios de que estos actores líderes estén caminando de forma efectiva hacia la consecución de estas metas.
La cuestión principal es la confluencia por un lado de un mercado único planetario y su reciente alto grado de dependencia de unas finanzas mundiales altamente inestables, y por otro la permanencia de una feudalizante separación en 200 Estados-nación y sus democracias menguantes como referencia política y legal de la ciudadanía. Este abismo entre el gigantismo económico de un sistema, el capitalismo, de matriz primaria egoísta, y la inoperancia política, que conduce al anquilosamiento de las democracias nacionales, revela un orden de cosas profundamente ilegítimo, y es la sordera del sistema actual ante esta evidente ilegitimidad, la que conduce a la humanidad a un callejón sin salida.
En primer lugar, el capitalismo se basa en la generación del máximo beneficio paralelo a una mínima distribución. Sus defensores han atribuído la legitimidad del sistema a su capacidad de generar desarrollo, y se apuntan como uno de sus éxitos la progresiva formación de mayorías de clase media en Occidente a lo largo del siglo XX y su relativa extensión a otras partes del mundo en el siglo XXI. Sin embargo, la erosión reciente de estas clases debido a la crisis desmiente la eficacia del sistema, y en consecuencia pone en duda su legitimidad. Los mecanismos de distribución en el marco capitalista se precarizan con la crisis económica y financiera mundial iniciada en 2008 y atienden cada vez menos, incluso en los países ricos, a la satisfaccion de las necesidades humanas en términos de alimentación, salud, educación, abrigo y vivienda, libertades civiles, participación política, autonomía económica u otros. Todo ello ocurre a pesar de que la comunidad humana dispone de los bienes y del conocimiento suficiente para vivir y desarrollarse holgadamente y en armonía con el medio ambiente.
Como consecuencia, se da un enorme abismo entre un excesivamente poderoso mercado común global y una mayoría de Estados-nación empequeñecidos proporcionalmente, y a cuyos gobiernos se les ha quitado cualquier capacidad de incidencia efectiva, inclusive en sus propios territorios, más allá de la que supone el seguidismo del mercado. Como resultado de ello los Estados se alinean con la defensa de los intereses privados y marginan o silencian la pluralidad de voces que incluyen la de aquellos que les recuerdan sus obligaciones incumplidas o que manifiestan nuevas necesidades o posibilidades de desarrollo social. Para ello, en las democracias liberales se configura a menudo un poder político-mediático-empresarial que en aras de priorizar su propio enriquecimiento, garantiza la puesta en escena de una cierta pluralidad autocomplaciente al tiempo que margina las voces realmente críticas con el poder convirtiéndolas en disidentes, marginales o irrelevantes.
Pero si la legalidad, incluida la capacidad formal de uso de la fuerza, continúa en manos de los Estados, la legitimidad se relaciona cada vez más con la capacidad de cualquier actor de incidir y producir resultados con una incidencia directa o indirecta a nivel global, orientados al desarrollo del bien común. Es el caso, por ejemplo, de un juez que investiga crímenes políticos en un país extranjero atendiendo al “principio de jurisdicción universal” en un caso sin encausados o afectados de su país de origen. Es también el caso de las organizaciones de la sociedad civil, que poco a poco va articulándose mundialmente, y que hasta la fecha han sido los únicos actores internacionales capaces de recordar a los demás sus responsabilidades medioambientales, de derechos humanos y de seguridad, entre otras. Sin embargo, no es el caso de las instituciones regionales o mundiales, en su mayoría ampliamente criticadas por producir resultados insuficientes y por carecer de procedimientos suficientemente democráticos.
La cuestión del desarrollo de la legitimidad en el planeta tiene que ver con una escucha real de los diferentes intereses, especialmente el de las personas y los países menos favorecidos y sin capacidad de decisión en las instancias de decisión internacionales. Para propiciar esta legitimidad se precisa pues:
– Establecer respuestas urgentes a las necesidades de las personas que sufren y mueren por millones en un planeta con recursos abundantes para todos;
– armonizar los valores y principios que deben regir las conductas sociales e individuales, reinventando para ello los derechos y las responsabilidades humanas a escala global desde una matriz de pluralidad cultural;
– en tercer lugar hace falta establecer el principio y la práctica de la igualdad frente a abusos de todo tipo, y como garantía de justicia con los más perjudicados, de manera que las políticas reflejen también a mediano y largo plazo las preocupaciones de las mayorías sociales;
– también se precisan recursos suficientes para llevar adelante estas políticas, así como garantías de transparencia, rendición de cuentas y sancionabilidad de todos los actores que participen en esta gobernanza mundial proactiva.