Por François Soulard
@franersees
Los Estados Unidos se encuentran actualmente en un momento crucial de su historia. En la medida en que sigan, a pesar de todo, teniendo peso sobre la dirección global del mundo, los cambios que están transitando tendrán diversas consecuencias fuera de sus fronteras. Desde esa perspectiva, la campaña presidencial de 2016 está plagada de enseñanzas y nos permite ir viendo los contornos de una sociedad en plena transformación, transformación que a los mismos estadounidenses les está costando mucho percibir y entender.
La presencia, y hasta la omnipresencia, de Donald Trump y de Bernie Sanders en esta etapa de las elecciones hubieran sido difíciles de prever hace solamente un año. La sola participación de este hombre de negocios, populista y políticamente incorrecto, hubiera sido impensable hace unos años, tanto como la de un socialista de Vermont abocado a combatir las desigualdades, las injusticias y las grandes fortunas. Aun, cuando ninguno de los dos, en última instancia, tenga chances reales de ocupar la Casa Blanca en 2017, ambos nos permiten comprender los cambios que aparecen en la sociedad norteamericana y que pueden llegar a modificar su naturaleza.
Empecemos por Donald Trump. De algún modo, es el campeón de los Estados Unidos de América de antaño. Un país blanco, protestante, rural, cuya identidad precaria está visceralmente aferrada a atavismos tales como el derecho a poseer un arma. Los Estados Unidos de los que se vanaglorió Hollywood durante mucho tiempo, los que hicieron soñar a varias generaciones pero que, hoy en día, parecen totalmente superados por los acontecimientos. Esos que hasta hace poco seguían siendo mayoritarios y marcaban el rumbo del país. Rápidamente, este Estados Unidos de América, sin haber desaparecido, se ha visto marginalizado por una élite urbana cosmopolita, menos aferrada a la religión, dispuesta a jactarse de los méritos de la diversidad. Sobre todo, la fuerte inmigración de poblaciones procedentes de México y de América Central (y Caribe) invirtió la ecuación demográfica, deteniendo la integración natural de las poblaciones inmigrantes dentro de esa mayoría, cuya vocación siempre fue la de absorber a los recién llegados - vocación ilustrada durante mucho tiempo por políticas de migración extremadamente estrictas, por no decir cínicas, o hasta racistas (por ejemplo, entre la primera y la segunda guerra). Hoy, la población hispana pesa mucho, hasta tal punto que puede decidir el resultado de una elección presidencial. De hecho, los republicanos han perdido las dos últimas elecciones por no haber sabido ganarse una parte suficiente del voto “hispano”.
Por otra parte, la inmigración “hispana” es un vector de transformación cultural de la que apenas empezamos a percibir las consecuencias. Además del catolicismo que, gracias a otras poblaciones de inmigrantes anteriores (Polonia, Irlanda) se ha convertido de hecho en la primera religión de los Estados Unidos, los valores importados por los inmigrantes del sur están mucho más aferrados que los de la población protestante a todo lo referente a los problemas sociales y las desigualdades, temáticas que el credo neoliberal había enterrado con Ronald Reagan. De un modo general, las poblaciones católicas o provenientes de sociedades católicas (incluso laicas) están más abiertas a la idea de un Estado relativamente presente, responsable del bienestar de los ciudadanos y, llegado el caso, investido del deber de responder frente a las injusticias sociales. El modelo neoliberal está, de una manera u otra, fuertemente anclado en los valores protestantes, como bien lo había demostrado en su época el sociólogo Max Weber. Recordemos, para ilustrar esta evolución cultural, que en 1960 el principal reproche que le hacían a Kennedy sus opositores era de orden religioso (se lo acusaba de ser católico).
El partido republicano se ha creado su propio Frankenstein, y éste está destruyendo el partido de Hamilton y de Lincoln del que, teóricamente, era el heredero. Tradicionalmente el partido republicano - suele olvidarse últimamente- predicaba una política semi-dirigista. Pero en 1964, mientras que el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson ya había impuesto sus inmensos programas sociales, el candidato republicano a la presidencia, Barry Goldwater, trataba de transformar el partido en una gran máquina anti-estatal de promoción del modelo neoliberal. Reagan, entre 1980 y 1988 prosiguió ese trabajo con diligencia, imponiendo de algún modo la ideología antigubernamental/neoliberal que no dejó de crecer, incluso entre las poblaciones más perjudicadas por dicha ideología y por sus correspondientes políticas. Pero de tanto haber tirado de la cuerda, el partido republicano se encuentra hoy en día amenazado de desaparición en manos del monstruo que él mismo construyó y que se encarna actualmente en la persona de Donald Trump, cuya retórica es, en definitiva, la culminación y la caricatura del discurso reaganiano.
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