A menudo se dice de Sudáfrica que es una metáfora del mundo, a causa de su riquísima diversidad cultural y su historia marcada por la opresión racial y económica. La enorme diferencia entre una minoría rica mayoritariamente blanca y una mayoría pobre negra sitúa el país entre los diez del planeta más desiguales. El régimen del Apartheid (1948-1994) no fue el origen pero sí el período que consagró institucionalmente este estado de cosas. Basándose en una ideología que establecía la supremacía blanca, la comunidad afrikaner organizó la segregación racial, se otorgó el dominio sobre las demás comunidades e ignoró su función fundamental: proteger y proveer bienestar a toda la población. En 1994, el desenlace de la transición hacia una democracia, se consumó como resultado de la previa acción y sacrificio incondicionales de muchos hombres y mujeres que dedicaron su tiempo y hasta murieron en defensa de la justicia y la dignidad. Hoy nadie duda de que la victoria de los valores democráticos en Sudáfrica con la llegada del Congreso Nacional Africano (ANC, por su sigla en inglés) y de Nelson Mandela al poder y la refundación del Estado significó un hito imborrable y trascendental en la historia de este país, de África y del mundo.
Pero el tiempo ha demostrado que vencer la batalla de la dignidad humana, a pesar de su trascendencia, no era ganar la paz. Los enormes desafíos que el país atraviesa al principio de la segunda década del siglo XXI (pobreza, desigualdad, xenofobia, corrupción, crimen, sida...) así como su política internacional, no comprometida con la visión humanista que emana de su propia realidad histórica, lo han alejado, al menos temporalmente, de la posibilidad de construir y ofrecer una visión de cómo el mundo debería organizarse, una visión propia de la gobernanza mundial. A pesar de todo, la historia sudafricana no dejará de ser una fuente de enseñanza para muchos otros países y comunidades. Tal vez la Sudáfrica metáfora del mundo sea una lección para todas las y los ciudadanos del planeta: ¿cómo comprometerse y organizarse por una sociedad y un mundo mejor, sin injusticias, sin desigualdad extrema, sin desempleo, sin hambre, violencia ni guerra? ¿Se ha de emprender el camino de la resistencia con los indignados y los ocupantes de las plazas de El Cairo, Damasco, Nueva York, Atenas o Madrid, en una transición hacia un mundo más justo, como lo hizo hace décadas el Congreso Nacional Africano (ANC)? El mundo, cada vez más informado de la compleja e injusta realidad que padece, debe aprender de Sudáfrica y hacer frente a la discriminación económica reinventando la gobernanza mundial desde el compromiso individual y desde la revolución social, económica, política y jurídica.
En 1994 nació en Sudáfrica una nueva república democrática liberal, libre del racismo institucionalizado, de la opresión sistemática y del crimen de Estado, y portadora de una visión redentora en la que la paz surgiría de la inclusión, y no de la negación, del enemigo, en un mismo proyecto social y político. Los años posteriores han presenciado por un lado la dificultad del cumplimiento de muchos sueños de la transición, pero por otro la tenacidad sudafricana por mantener firme el rumbo y evitar que el país sucumba a sus propios males. Durante la presidencia de Mandela el Programa de Reconstrucción y Desarrollo trató de establecer para toda la población un sistema de servicios sociales y mecanismos de alivio de la pobreza. Por su lado la Comisión de la Verdad y la Reconciliación desarrolló un mecanismo orientado a anteponer el perdón a la justicia. Esta comisión ha inspirado otros tribunales en África y en el mundo por el carácter incluyente y consensual de la justicia restaurativa empleada, basada en el testimonio de la memoria histórica. Debe señalarse, sin embargo, que en algunos países que sufrieron dictaduras y violaciones sistemáticas y masivas de los derechos humanos, las organizaciones de defensa de esos derechos no han coincidido con la experiencia sudafricana de anteponer el perdón a la justicia puesto que los culpables no han sido juzgados. Muchas de esas organizaciones propugnan al mismo tiempo el perdón, la reconciliación y la justicia, sin separar esos tres elementos.
En todo caso, durante las presidencias de Thabo Mbeki y de Jacob Zuma, a pesar de ciertos logros notables, la corrupción generalizada, la reaparición de la violencia, la persistencia de la pobreza y otros factores, han conducido a que la deslegitimación de la clase política aparezca evidente para una mayoría creciente de ciudadanos que han descubierto que no todos los problemas se pueden achacar al régimen anterior del Apartheid.
Pero para entender la relación de Sudáfrica, país de tamaño medio, con la gobernanza mundial, hace falta plantearse el papel de África en el mundo actual y en el que nos espera. A lo largo del siglo XXI, África puede jugar dos roles en el mapa de la gobernanza mundial. Estos roles pueden coexistir durante un tiempo más o menos prolongado. Uno, ya existente, como proveedor de recursos naturales para un número creciente de potencias tradicionales y emergentes. Este rol prolongará sin duda la situación actual de pobreza y de dependencia. En el segundo escenario, África puede llegar a ser una potencia mundial en sí misma en un mundo más equilibrado e interdependiente. Los más optimistas hablan del siglo XXI como el “siglo de África”. El “despegue” económico de los últimos años apunta a un primer estadio de diversificación de la economía y el continente puede convertirse en una región emergente que se beneficie en sectores como la agricultura, las infraestructuras, la tecnología, la seguridad alimentaria y el turismo, aunque en otros sectores como manufacturas y servicios, focos importantes para la atracción de inversiones, África no sea aún competitiva.
En cualquier caso se debe salir, a nivel africano y también sudafricano, de la dependencia de la exportación de recursos naturales y caminar hacia la integración económica regional. Para ello se requiere en primer lugar una enorme inversión en infraestructuras en todo el continente. Además, África está bien posicionada para que la economía informal se convierta en una economía pos capitalista que beneficie la construcción y densificación del tejido social y ciudadano: hace falta reconocerla y promocionarla.
No se debe olvidar tampoco el desafío de la integración regional y subregional. En África Austral, Sudáfrica representa al mercado mundial por su alto grado de integración en éste, mediante la exportación de materias primas y productos agrícolas, la explotación de las mayorías pobres de la región, y la implantación en Sudáfrica de sedes de multinacionales que desde allí se expanden a otros países africanos. La Comunidad de Desarrollo de África Austral, (Southern African Development Community, SADC) ha sido después de 1994 un espacio vital de reconciliación de Sudáfrica con sus vecinos, tal como lo fue en su momento la Comunidad Europea, antes de centrar toda su atención en el libre comercio. Pero este bloque regional ha sido criticado como un club corporativista de intereses de sus presidentes, (entre ellos Mugabe), y por su parálisis debido al miedo de los Estados de ceder soberanía económica, en lugar de aspirar a ser un verdadero espacio de desarrollo, integración internacional y democracia.
En el lado positivo, la Unión Africana (UA) ha desarrollado un protocolo de coordinación de los bloques subregionales (SADC, COMESA –Mercado Común del África Austral y Oriental- y EAC –Comunidad de África Oriental-) y estos organismos han creado en 2008 una zona única de libre comercio, llamada el área tripartita, que agrupa 26 países con cerca de 600 millones de habitantes. La UA ve en esta medida un paso importante hacia la unión monetaria africana, prevista para 2023.
En cualquier caso, el escenario deseable anteriormente mencionado, de un África libre de conflictos e inestabilidades, desarrollada e integrada, capaz de tratar de igual a las otras regiones del mundo, requiere de un proceso a largo plazo en el que algunos países como Sudáfrica deben jugar un rol catalizador. Este liderazgo sería fundamental sobre todo en una primera etapa, a la espera de que las potencias demográficas (Nigeria, Etiopía), las potencias subregionales (Senegal, Kenia, Egipto), y otros países, se incorporasen activamente al proceso. Una alternativa o un complemento a las integraciones subregionales a corto plazo, sería la promoción de un club de países “motores de África”, a la manera de los BRICS a escala mundial (o de las “regiones motores de Europa” en los años 1990), en que los países mencionados cooperarían entre ellos y arrastrarían a la integración y al desarrollo a sus respectivas regiones.
En cuanto a Sudáfrica, según un estudio de 2009 del Banco de Desarrollo Africano (ADB), este país tiene la economía más sofisticada y diversificada del continente negro, dominada por un 65% de sector terciario mientras el secundario y primario cuentan con 23% y 12% respectivamente. Por su lado, el sistema financiero sudafricano parece resistir adecuadamente la crisis financiera global. Las exportaciones, las inversiones extranjeras y el empleo han decaído, pero se prevé su recuperación hacia 2012-13. A pesar de todo, hay que preguntarse si Sudáfrica está preparada no sólo económicamente, sino también social, política, y emocionalmente, para asumir el rol de motor principal o compartido del continente. ¿Ha recuperado la confianza necesaria de sus vecinos después de cinco décadas de enemistad y conflicto armado (con Angola, Namibia, Mozambique) durante los años del régimen racista y de la Guerra Fría? ¿Cómo evitar cierta actitud neocolonialista en algunas de sus inversiones en otros países africanos? Sin duda, una Sudáfrica que por sí misma sea justa, equilibrada, responsable, sostenible, integradora, desarrollada, participativa... sería la mejor manera de construir una legitimidad exterior.
El país fue invitado recientemente al club de los nuevos ricos. Los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India, China) se convirtieron en abril de 2011 en BRICS. Este club de gigantes ha integrado en su seno a un país mediano, puerta de entrada al continente, al ser la economía africana mejor situada. Pero ¿beneficiará esta puerta de entrada al continente y a Sudáfrica en particular, o reforzará el nuevo tipo de inversionismo o colonialismo asiático en África? El bloque defiende el neoliberalismo pues su interés fundamental es la conquista de mercados exteriores, entre ellos los de Occidente. Los BRICS han planeado reducir sus aranceles para facilitar el comercio Sur-Sur, y presionan en la OMC para reducir el proteccionismo del Norte, especialmente las subvenciones agrícolas. Pero por otro lado mantienen posiciones comunes en política internacional, por ejemplo, su presencia permanente en el Consejo de Seguridad, y desarrollan ciertos proyectos de cooperación.
Finalmente, en las relaciones extra continentales, a los diferentes gobiernos post-apartheid se les ha reprochado un posicionamiento internacional basado en intereses egoístas y contrarios a sus propios valores e historia. En el lado positivo, la implicación con las posiciones africanas, del G77, del movimiento de países no alineados así como el rechazo absoluto de la guerra como medio de resolución de conflictos, han formado parte de su visión compartida por una reforma institucional internacional. Pero por otro lado, ante el Consejo de Seguridad y en otros foros, Sudáfrica ha defendido los regímenes de Zimbabwe y de Myanmar, e ignorado la situación de Palestina, considerada por muchos un nuevo ejemplo de Apartheid. Sudáfrica ha olvidado la implicación internacional en las campañas antiapartheid de los años ochenta y noventa, y la influencia decisiva que éstas tuvieron en la disolución del régimen Afrikaner.