Por Arnaud Blin
Con el calentamiento global, lo que salta a la vista es toda la ineptitud de nuestro sistema de gobernanza global. En ella Copenhague no representa más que una puesta en escena teatral, que nos hacía olvidar una verdad flagrante, a saber que la “gobernanza mundial” sigue estando irremediablemente atada a los viejos principios de las relaciones internacionales vigentes desde hace siglos que, a pesar de su inadecuación absoluta al contexto contemporáneo, son los que todavía gobiernan el mundo en la actualidad.
El 2009 acaba de terminar y ya estamos en 2010: a diez años del “año 2000”, que pasó como una ráfaga de viento. Cierto es que los catastrofistas del milenio tuvieron que esperar una década, pero probablemente no se sientan decepcionados: las amenazas que pesan en 2010 parecen ser de un tenor mucho más serio para la supervivencia de la humanidad que el supuesto “bug” del año 2000. Poco tiempo después de esa amenaza virtual, Bin Laden y sus esbirros nos gratificaron en 2001 con una buena dosis de pánico. Sin embargo, la “gran amenaza del siglo XXI” nunca se materializó: así ocurre con los golpes de efecto terroristas. Tras una década de miedo, de atentados esporádicos y de dos guerras estúpidas y homicidas iniciadas por uno de los jefes de Estado más ineptos del momento, Bin Laden sigue sin ser encontrado. No obstante ello, quedará en el historia como el autor del atentado más memorable de todos los tiempos, atentado que probablemente se instale como símbolo histórico de la última decadencia de la supremacía occidental, con los Estados Unidos como último abanderado. Por lo demás, la fuerza de intervención de Al Qaeda está actualmente muy reducida, tal como lo demuestra la reciente confusión de un terrorista amateur (pero “afiliado” a Al Qaeda) en el vuelo Amsterdam- Detroit el día de Navidad. Ni punto de comparación con el hiperterrorismo de destrucción masiva que los vendedores de angustia nos anunciaban copiosamente después de 2001.
Dentro del mismo orden (el de la destrucción masiva), la amenaza de un cataclismo nuclear debido a la proliferación tampoco se ha concretado, afortunadamente. Los Estados siguen teniendo el monopolio de las armas atómicas e incluso aquéllos que juegan un papel de perturbadores se mantienen como “actores racionales”, tal como se dice entre los politólogos. Más amenazadora fue la crisis económica de 2008/2009, sobre todo, y como siempre, para los más débiles, con 100 millones de nuevos pobres en el mundo. A pesar de todo, la amplitud de la crisis no tuvo las consecuencias desastrosas que se preveían sobre la estabilidad geopolítica general y, hasta el momento, seguimos estando lejos de 1929, de la Depresión y de los oscuros años que la sucedieron. La crisis confirma lo que ya sabíamos: que todo ese pequeño mundo de las c tiene una avidez y un egoísmo patológicos. Mal que le pese a Adam Smith, que fue profesor de ciencias morales antes de ser economista, la avidez de los financistas no ha tenido, al parecer, los efectos positivos sobre la sociedad que a veces podía generar la avidez de los industriales de los siglos XVIII y XIX. Decididamente, la economía se merece su denominación de “ciencia lúgubre”.
Queda la última “gran amenaza” del momento: la del calentamiento climático. Al igual que para las demás amenazas, navegamos aquí en medio de la imprecisión, entre catastrofistas y fundamentalistas de la ecología por un lado y escépticos recalcitrantes o ciegos poco lúcidos o inconscientes por otro. En una época en que la verdad debe ser acompañada por “pruebas” científicas, el tema del calentamiento global se debate entre científicos convencidos pero sin pruebas contundentes y aquéllos para quienes la ausencia de pruebas significa una ausencia de cambio climático. Como en cualquier caso, el sentido común permite ver las cosas con mayor claridad: el calentamiento existe, probablemente debido a una combinación de causas humanas y naturales, con consecuencias a mediano y largo plazo que son graves, pero difíciles de evaluar, tanto en lo que se refiere a su amplitud como a su desarrollo en el tiempo.
Desgraciadamente estamos muy mal equipados para reaccionar y más aún para prevenir todas estas amenazas, sobre todo la del calentamiento climático, que es infinitamente más compleja que las amenazas ligadas al terrorismo o a la proliferación nuclear, para las cuales los Estados siguen teniendo a pesar de todo cierta influencia, a condición de que tengan un poco de voluntad. Con el calentamiento global, lo que salta a la vista es toda la ineptitud de nuestro sistema de gobernanza global, donde Copenhague no representa más que una puesta en escena teatral, con la trilogía clásica de la unidad de tiempo, espacio y acción (o, en este caso, de inacción), de ese estado de hecho, con un epílogo trágico y al mismo tiempo perfectamente previsible.
Lo sorprendente, si es que hay algo sorprendente, es que nos asombremos del resultado. En los hechos, la misa solemne de Copenhague sólo podía culminar en un fracaso, muy a pesar de las formidables expectativas que el evento generó antes y durante el encuentro. Durante la conferencia, los medios de comunicación y los observadores se focalizaron mucho sobre la naturaleza de los intercambios, los discursos y los diálogos de unos y otros, sobre todo de los personajes más conocidos: Sarkozy, Merkel, Brown, Obama -esperado el primer día como el Mesías-, o bien de las naciones de las que más se habla: China, Brasil, Rusia. Como si, finalmente, el curso de la conferencia y su resultado dependieran de la voluntad de unos y otros en concordar y llegar a un acuerdo sostenible y sólido; como si la culminación de la conferencia pudiera estar a la altura de los esfuerzos magistrales que se hicieron para prepararla; o bien como si la amplitud del problema pudiera llevar a todo el mundo “a la razón”.
Pero la política tiene sus razones que la razón no siempre conoce. Pues toda esta puesta en escena nos hacía olvidar una verdad flagrante, a saber que la “gobernanza mundial” sigue estando irremediablemente atada a los viejos principios de las relaciones internacionales vigentes desde hace siglos que, a pesar de su inadecuación absoluta al contexto contemporáneo, son los que todavía gobiernan el mundo en la actualidad. El principio del “interés nacional” –fundado también sobre la avidez y el egoísmo-, la inviolabilidad de la soberanía nacional, el juego perverso y cínico de las relaciones de fuerza entre las naciones, la voluntad de los regímenes políticos de mantener y fortalecer su poder en sus países respectivos: todas ellas características que hacen que el juego de la potencia dentro de los Estados y entre los Estados tenga mucho más peso que “el futuro del planeta”. Este último futuro se juega sobre un espacio/tiempo radicalmente diferente al que habitan los dirigentes políticos: es el caso de los dirigentes chinos que, beneficiándose de la
potencia imparable de su país, no dudan a la hora de oponerse a las
diversas propuestas que aparecen sobre la mesa, sobretodo si éstas son
susceptibles de perjudicar su poder, que continua siendo, no hay que
olvidarlo, de carácter absoluto; así ocurre con un Obama, “presidente del mundo” extraoficial, glorificado por un Premio Nobel de la Paz recién estrenado y probablemente consciente de lo que está en juego, pero atascado en sus mezquinos tratos con el Congreso sobre su política interna; así ocurre con la ONU, incapaz como siempre de influenciar sobre un acontecimiento, rayando con lo patético con el enojo post-Copenhague de su Secretario General que lucha con su propia impotencia; así ocurre con Europa, paralizada e inexistente como siempre desde el momento en que los acontecimientos reclaman un poquito de coraje y cohesión.
A pesar de todo, este fracaso anunciado tal vez tenga un efecto redentor, pues si la amenaza ambiental vinculada al calentamiento climático no podía encontrar solución en Copenhague, esto significa también que el fracaso de la conferencia no es tan catastrófico como se ha llegado a decir. En realidad, las expectativas deberían haber sido mucho más modestas de lo que fueron.
Queda por sacar en limpio las lecciones de Copenhague. Y allí es donde radica el desafío más importante. Ahora bien, no podemos dejar de decirlo una y otra vez: este tipo de “solución” estará condenada sistemáticamente al fracaso. Para afrontar el problema, es imperativo revisar de punta a punta la manera de abordarlo. Es evidente que los Estados y sus representantes nunca podrán llegar a un acuerdo satisfactorio, y menos aún a una aplicación eficaz en caso de que se llegara a algún acuerdo.
Históricamente, el progreso político se tradujo por una inversión progresiva del funcionamiento del poder , donde una presión ejercida en un principio de manera exclusiva de arriba de la pirámide hacia abajo, fue viéndose acompañada en algunos lugares por una ascensión, de abajo hacia arriba, lo cual se reflejó, dentro del Estado, en el fenómeno de la democratización. Pero este fenómeno nunca se propagó realmente en el plano internacional, ni a nivel de los Estados ni a nivel de la participación de elementos extra o trans-estatales. El G20 o la ONU son apariencias de progreso en este sentido, pero son manifestaciones que reflejan a pesar de todo la rígida jerarquía de las potencias y de las relaciones de fuerza y, de todas maneras, mantienen la idea según la cual sólo los Estados son actores legítimos cuando se trata de las grandes decisiones que conciernen lo global. Ahora bien, la democratización necesaria e inevitable de “lo internacional” pasa necesariamente por una progresión de la participación de actores locales, regionales o transnacionales que, en algunos casos mejor que los aparatos estatales, sabrán defender los intereses de los pueblos en una época en la que la idea de frontera se desvanece y, junto con ella, la noción de que el interés nacional prima por sobre todas las cosas. El proceso democrático es sinónimo de control y de equilibrio de los poderes. ¿Por qué entonces seguir pidiéndole siempre más a los gobiernos y los gobernantes? La implementación de un sistema de gobernanza mundial digno de ese nombre no equivale a una mayor influencia de los Estados sobre nuestro destino, y menos aún a la elaboración de un supergobierno mundial omnipotente. Por el contrario, es la manifestación de una multiplicación y de un reequilibrio de los polos de decisión.
Como mínimo, hay que rever los mecanismos de la gobernanza mundial para que seamos por fin capaces de afrontar los problemas globales –y el calentamiento climático no es la única amenaza, ni mucho menos la última, para el futuro de nuestro planeta-. ¡Que Copenhague sea la llama inicial para la elaboración de un sistema tal que una sola rama del poder, el Estado nacional soberano, deje de ser el único actor de la gobernanza mundial, y para que el juego de las relaciones de fuerza deje de guiar el accionar de unos y otros, sobre todo cuando lo que está en juego supera el estrecho marco de ese tipo de intercambios! Así como el Iluminismo nos legó un sistema tripartito que hace actuar pesos y contrapesos dentro de las Naciones, tenemos que hacer todo lo que haya que hacer hoy en día para que emerja un sistema donde nuevas partes involucradas –sociedad civil, ONGs, OIGs, parlamentos transnacionales, colegios internacionales, etc.- puedan tener también un peso sobre las grandes decisiones del momento. Esos actores ya existen. Establezcamos nuevas reglas de juego para que puedan entrar en acción. El desafío está aquí, y es de gran envergadura. El egoísmo, la avidez y la voluntad de poder todavía son las llaves del mundo. Pero las puertas del futuro cambian. Las llaves, las claves para ingresar a ese futuro serán, de ahora en más, la responsabilidad, la solidaridad y el coraje.